Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. (Mateo 6:9-13)
Quienquiera que trate de predicar en torno al Padre Nuestro, se encuentra con grandes dificultades. En cierto sentido resulta hasta presuntuoso pensar en predicar sobre él. Deberíamos simplemente repetir estas frases, meditarlas y examinarlas de todo corazón. Porque por sí mismas lo dicen todo, y cuanto más se estudie esta oración, tanto menos habría que decir, si utilizáramos cualquiera de estas frases tal como Nuestro Señor quiso que se utilizasen. Pero, por otra parte, todos somos frágiles y falibles, somos criaturas pecadoras, y, en consecuencia, necesitamos analizar estas cosas e insistir en ellas.
Eso es precisamente lo que hemos tratado de hacer, y llegamos ahora a la última sección (vv. 11-15). Ya hemos examinado si aquí hay tres peticiones o cuatro. Básicamente, y a pesar de la incesante consecuencia, desde el punto de vista de la ciencia bíblica numérica, de que fueran cuatro, diría que son tres, y estas tres últimas peticiones se refieren a nosotros mismos y a nuestras necesidades y deseos. Me parece que las palaras que Nuestro Señor emplea en el versículo 13 lo indican: “Y [esta es la palabra que introduce cada petición nueva] no nos metas en tentación, mas líbranos del mal”. El uso del adverbio “mas” parece indicar que se trata de una petición que se ofrece desde dos ángulos o aspectos diferentes.
Antes de comentar estas tres peticiones por separado, hay que hacer dos o tres consideraciones generales. La primera se refiere al carácter totalmente comprensivo de ellas. En las tres peticiones se encuentran sintetizadas todas nuestras grandes necesidades: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”; “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”; “Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal”. Toda nuestra vida se halla en estas tres peticiones, y eso es lo que hace esta oración tan extraordinariamente sorprendente. Con tan pocas palabras, Nuestro Señor ha abarcado la vida del creyente en todos sus aspectos. Nuestras necesidades físicas, nuestras necesidades mentales y, desde luego, nuestras necesidades espirituales; todas ellas están incluidas. Se recuerda el cuerpo, se recuerda el alma, se recuerda el espíritu. Y esto comprende al hombre entero, cuerpo, alma y espíritu. Pensemos en todas las actividades que en este momento se están desarrollando en el mundo, el organizar, el planificar, el legislar y todas las demás cosas; la mayor parte de ellas no se ocupan sino del cuerpo del hombre, de su vida y su existencia en este mundo transitorio. Esa es la tragedia de la perspectiva mundana, porque hay otro reino el ámbito de las relaciones: el alma, aquello por medio de lo cual el hombre establece contacto con los demás hombres, los medios de comunicación entre unos y otros, y toda la vida y la actividad social. Aquí se halla el todo. Y principalmente, tenemos lo espiritual, aquello que une al hombre con Dios, y le recuerda que es algo más que polvo, y que, como dice Longfellow: “’Polvo eres, en polvo te convertirás’ no se dijo del alma”. Así ha sido hecho el hombre y no podemos eludirlo, y Nuestro Señor se ha ocupado de ello. No dejaremos de quedar impresionados ante el carácter universalmente comprensivo de estas peticiones. Esto no quiere decir que no debamos entrar nunca en detalles; debemos hacerlo, así se nos enseña. Se nos enseña a poner ante Dios, en oración, los detalles de nuestra vida, pero aquí tenemos solo los grandes titulares. Nuestro Señor nos da esos apartados y nosotros añadimos los detalles, pero es importante asegurarnos de que todas nuestras peticiones correspondan a uno u otro de ellos.
La segunda observación general se refiere al orden maravilloso en que se presentan estas peticiones. ¿Cuántas veces, al pensar en esta oración y meditar en ella, nos hemos sentido sorprendidos de que la primera parte sea la que es? Examinémosla de nuevo en el marco general en que se encuentra: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”, un nivel supremo, sublime, espiritual. Hubiéramos esperado que inmediatamente después de esto vinieran las necesidades espirituales del hombre seguidas en orden descendente, de las necesidades de su alma y al final de las del cuerpo. Pero Nuestro Señor no lo ordena así. Inmediatamente después de esas peticiones sublimes de Dios y de su gloria, dice: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. Comienza con el cuerpo. Resulta realmente sorprendente a primera vista, pero, en cuanto nos detenemos a pensar en ello, nos damos cuenta de que el orden es absolutamente justo. Nuestro Señor habla ahora de nuestras necesidades, y es evidente que lo primero es que podamos continuar existiendo en este mundo. Estamos vivos y debemos seguir vivos. El hecho mismo de mi existencia y ser va implicado en ello, de modo que la primera petición se ocupa de las necesidades físicas, y por ahí comienza Nuestro Señor. Luego pasa a ocuparse de la necesidad de purificación de la mancha y de la culpa del pecado, y por último, de la necesidad de ser guardado en contra del pecado y de su poder. Esta es la forma genuina de considerar la vida del hombre. Estoy vivo y debo seguir vivo. Pero además soy consciente de mi culpa e indignidad, y siento la necesidad de ser purificado. Entonces pienso en el futuro y me doy cuenta de que necesito ser librado de ciertas cosas que me amenazan.
Otra forma de decirlo es esta. La vida en un sentido físico, o en sentido biológico, es la base de la que todo depende, y en consecuencia debo orar por mi existencia. Pero, en cuanto lo hago, comprendo que lo físico es solo un aspecto de mi vida. Hay otro aspecto. Recuerdo que Nuestro Señor dijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). También dijo que había venido “para que [tuviéramos] vida, y para que la [tuviéramos en abundancia” (Juan 10:10). Habiéndome preocupado antes solo de mi existencia física, ahora comienzo a aprender que lo que realmente hace que la vida sea vida es andar en intimidad y comunión con Dios.
Esto, según dice Juan en su primera epístola, es la forma auténtica de enfrentarse con la vida en un mundo como el nuestro. Hay contradicciones y dificultades; se presentan toda clase de obstáculos. Pero Juan dijo que escribía esa Epístola “para que [nuestro] gozo sea cumplido” (1 Juan 1:4), a pesar de todo. ¿Cómo se va a cumplir mi gozo en un mundo así? Teniendo intimidad con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Esta es la verdadera vida. Pero, en cuanto lo comprendo, me doy cuenta de que hay ciertas cosas que tienden a interrumpir esa intimidad. Soy pecador; por tanto, necesito el perdón de mis pecados a fin de poder disfrutar de esa vida de Dios. Y, cuando mi comunión con Él ha sido restaurada, lo único que necesito es seguir disfrutando de esa intimidad sin interrupción, sin que nada se interponga entre mí y la faz de Dios, que es ahora mi Padre, por medio del Señor Jesucristo.
Este es, pues, el orden del segundo nivel de peticiones: pan cotidiano, perdón de pecados, ser guardado de todo lo que me puede hacer caer en pecado, ser librado de todo lo que se opone a mis intereses más elevados y a mi verdadera vida. En resumen, no hay nada en toda la Biblia que nos muestre con tanta claridad nuestra dependencia total de Dios como en esta oración, y en especial estas tres peticiones. Lo único que realmente nos debe importar es conocer a Dios como Padre nuestro. Si conociéramos a Dios así, nuestros problemas ya estarían resueltos; por eso, al descubrir nuestra dependencia total de Él, iremos a Él diariamente, como hijos a su Padre.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones