¿Por qué muchos creyentes decaen en su vida espiritual?
Un buen médico no sólo debe conocer la patología o conjunto de síntomas que revelan una enfermedad en particular, sino también las causas que la producen. Si el paciente tiene el colesterol alto, no basta con medicarlo; seguramente tendrá que variar sus hábitos alimenticios, de lo contrario va a recaer después que pase el efecto del medicamento.
Pues lo mismo ocurre en el mundo espiritual. No basta con saber cuáles son los síntomas que pueden estar revelando el inicio de un proceso de decadencia espiritual, sino que debemos conocer también las causas que lo provocan.
La Biblia nos manda a examinarnos a nosotros mismos, no sólo para estar seguros de que en verdad somos creyentes (comp. 2Cor. 13:5), sino también para conocer el estado en que se encuentra nuestra alma delante de Dios.
Según 1Cor. 11:28, eso es algo que deberíamos hacer, al menos cada vez que participamos de la Cena del Señor (y no pienso que ese sea el único momento en que debiéramos hacer un chequeo médico espiritual).
Si bien debemos evitar el extremo de ser introspectivos y estar poniendo nuestro corazón bajo una lupa en todo momento (eso sería algo así como una especie de hipocondría espiritual), también debemos evitar el descuido que lleva a muchos a apartarse del Señor sin darse cuenta.
Esa es la advertencia que nos da el autor de la carta a los Hebreos, al inicio del capítulo 2: “Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos”.
El hecho de que la salvación sea segura, no quiere decir que debamos ser ligeros y descuidados espiritualmente. Más bien se trata de una posesión tan valiosa, que debemos ocuparnos en todo lo concerniente a nuestra vida cristiana “con temor y temblor” (Fil. 2:12).
Y una de las cosas que debemos hacer, en dependencia del Espíritu de Dios, es eliminar las causas que pueden llevarnos a caer en un proceso de declinación espiritual. ¿Cuáles son los pasos que conducen hacia un estado de decadencia? El primero es el descuido en vigilar y guardar el corazón: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” (Pr. 4:23.
Todos sabemos que el corazón es una parte vital de nuestro cuerpo y de nuestra vida física. Cuando el corazón deja de latir el hombre muere. Así que podemos decir que cuidar el corazón es cuidar la vida misma.
Pues lo mismo podemos decir de la vida espiritual. Cuando la Escritura habla del corazón en sentido metafórico como ocurre en Pr. 4:23, no se está refiriendo a ese órgano que tenemos en el cuerpo físico, sino más bien a esa noble facultad del alma, donde reside nuestro entendimiento, nuestra voluntad, nuestros afectos.
Del corazón mana la vida, dice Pr. 4:23. Es de allí que surgen nuestras acciones, donde se aloja nuestro entendimiento y donde residen nuestros afectos. Por eso se nos manda en la Escritura a poner toda diligencia en guardar el corazón; debemos poner en esto un empeño mayor que el que ponemos en cuidar cualquier otra cosa.
Es allí donde residen todos los principios, tanto del pecado como de la santidad: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mt. 12:35).
Así que en el caso del hombre no regenerado, el corazón es una fuente inagotable de maldad. En otra ocasión el Señor advirtió que es del corazón que salen “los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:19).
En el caso del creyente, la obra de santificación restaura y purifica el corazón, de tal manera que ese sentido de auto dependencia que teníamos es removido por la fe; el amor a nosotros mismo es removido por el amor a Dios; nuestra rebeldía y obstinación por obediencia, y nuestro egocentrismo por auto negación.
El problema es que aún quedan en nosotros residuos de corrupción que deben ser debidamente mortificados, ya que de lo contrario nos llevarán otra vez al pecado. Y yo sé que la palabra “mortificación” ha caído en desuso, no sólo en lenguaje de la gente común, sino también entre los creyentes. Pero este es un concepto bíblico (comp. Rom. 8:13; Col. 3:5).
Pero para poder hacer eso debemos vigilar de cerca nuestros corazones. Noten las palabras que usa el proverbista: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón”. O como dice la versión de las Américas: “Con toda diligencia guarda tu corazón”.
Comentando acerca de este texto dice Lawson: “Un huerto descuidado no estará tan lleno de cizaña como un alma descuidada lo estará de pensamientos vanos y pasiones exorbitantes que Dios aborrece y que son peligrosas para nuestra felicidad, para nuestra paz, para nuestra firmeza y estabilidad, a fin de que no nos desviemos del Señor”.
Cuando un creyente descuida el sagrado deber de cuidar diligentemente su corazón, éste será como un huerto descuidado en el cual comienzan a crecer las malas hierbas; esas malas hierbas no sólo afean el jardín, sino que consumen la fuerza y el vigor de las plantas que han sido sembradas allí.
Dios ha implantado sus gracias en nuestros corazones: la fe, el amor, la esperanza, la mansedumbre, la humildad, etc. Pero a medida que dejemos nuestros corazones al descuido esas gracias comenzarán a debilitarse, y en esa misma medida se irá debilitando nuestra comunión con Dios. Pero, ¿cómo podemos guardar nuestro corazón?
En primer lugar, sometiendo cada imaginación, pensamiento, sentimiento y deseo al análisis, al juicio y a la guía de las Sagradas Escrituras.
El creyente no debe actuar irreflexivamente; si de acuerdo a la voluntad revelada de Dios, esa imaginación, pensamiento, sentimiento o deseo es contrario al carácter santo y justo de Dios, debe ser inmediatamente rechazado.
Ver Pr. 4:20-22 y 3:5-8. El apóstol Pablo nos enseña algo similar en 2Cor. 10:3-5. Es de nuestro propio corazón que se levantan todos estos argumentos y presunciones contra el conocimiento de Dios, contra su carácter santo, contra su ley.
¿Qué debemos hacer? ¿Contentarnos con el hecho de que no son más que pensamientos? ¿De qué no estamos cometiendo el acto pecaminoso que revolotea en nuestra imaginación? Debemos llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo.
No es casual que Pablo use aquí la expresión “llevar cautivo”; este es un lenguaje de guerra, de violencia. Y es que no es cosa fácil llevar nuestros pensamientos a la obediencia a Cristo; se trata de una tarea ardua, tediosa a veces, pero necesaria si de veras queremos guardar el corazón.
Del corazón no sólo fluyen “los malos pensamientos”, sino también “los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos”, etc. Los actos pecaminosos comienzan con pensamientos pecaminosos.
En segundo lugar, para cuidar el corazón debemos impedir que la corrupción que reside en él salga a flote o sea alimentada con más corrupción (Pr. 4:24-27).
En otras palabras, para guardar el corazón tenemos que guardar también la boca, los ojos y los pies. Un hombre que esté de veras ocupado en guardar su corazón tendrá cuidado con lo que habla, con lo que mira y con los lugares a donde va.
“Hice pacto con mis ojos; ¿Cómo, pues, había yo de mirar a una virgen?” (Job 31:1).
Nosotros vivimos en un campo minado por causa del pecado; muchas veces el mal no se ve a simple vista. Satanás es un estratega de muchos años de experiencia; de ahí la advertencia de Pedro (comp. 1P. 1:13-17).
En tercer lugar, para cuidar el corazón debemos orar fervientemente a Dios por purificación y perfección.
“¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que son ocultos” (Sal. 19:12). “Enséñame, oh Jehová, tu camino… afirma (unifica) mi corazón para que tema tu nombre” (Sal. 86:11).
© Por Sugel Michelén.