Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan. (Mateo 7:13,14).
¿Cuáles son las razones que se nos dan para entrar por la puerta estrecha? Limitémonos a resumirlas. La primera razón que nos da es el tipo que corresponde a las dos clases de vida que nos son posibles. Está el camino espacioso al que se entra por la puerta ancha, y esta el otro camino al que se entra por la puerta estrecha, camino que es angosto siempre. Si nos diéramos cuenta de la verdad respecto a la caracteristica de estos dos caminos, no habría vacilaciones. Claro está que nos es muy difícil despegarnos de la vida de este mundo, y, sin embargo, la esencia de todo esto es que deberíamos hacerlo. Por esta razón, si se pudiera decir así, Dios en su sabiduría infinita ordenó que uno de cada siete días se reservara para la contemplación de estas cosas, para que los hombres se reunieran juntos en el culto público. Cuando nos reunimos para dar culto a Dios salimos de este mundo en el cual vivimos a fin de poder examinarlo objetivamente. ¡Es tan difícil hacerlo cuando uno está en él!; pero cuando uno sale del mismo, y se sienta aparte para examinarlo objetivamente, comienza realmente a ver las cosas como son.
Veamos por un momento esa vida mundana en que viven las personas que andan por el camino espacioso. Veamos esta vida, por ejemplo, tal como se presenta en los periódicos. Tomemos cualquiera de ellos. Presentan la vida mundana típica en sus aspectos mejores y peores. Veamos esa vida que fascina tanto a tantas personas, esa vida que las deslumbra hasta tal punto que están dispuestos a arriesgar su alma eterna por ella, caso de que crean en la existencia del alma. ¿Qué les tiene reservado? Veamos la vida y analicémosla. ¿Qué hay en último término en ella, con toda su pompa y su gloria y sus lujos? ¿Puede alguien imaginar algo que a fin de cuentas sea tan totalmente vacío? ¿Qué satisfacción verdadera hay en una vida así? Recordemos las famosas preguntas que el apóstol Pablo hizo a los romanos, las cuales me parece que sintetizan esto a la perfección. Al final de Romanos 6:21, pregunta, “¿Qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? porque el fin de ellas es muerte”. Ahora que ya eres cristiano, dice, al repasar tu vida, te avergüenzas de ellas. Pero ¿qué fruto conseguiste de ellas incluso en aquel tiempo?
Ésta es una pregunta que todos deberían hacerse, especialmente los que viven de placer en placer, y los que consideran que el trabajo honrado es una molestia, o simplemente un medio de conseguir dinero para volver a procurarse más placer. ¿Qué hay en ello? ¿Cuál es el beneficio? ¿Cuál es la satisfacción? ¿Qué tienen de valor definitivo incluso en el orden intelectual, por considerar sólo eso? ¿Qué hay de elevado y ennoblecedor en vestir de una forma determinada y en que la fotografía de uno aparezca en los periódicos llamados sociales, en ser conocido por vestir a la moda o por la apariencia personal, o por el papel que representa, y todas estas cosas? ¿Qué valor real hay en la alabanza y adulación del hombre? Miremos a las personas que viven para esas cosas, analicemos su vida, y especialmente su final. Esto no es cinismo, sino realismo. Como dice aquel himno: “¿Ves la gloria del mundo? Es sobra vana, nada tiene de estable, todo se pasa”.
¡Qué vida tan vacía! El apóstol Pedro la describe como ‘vana manera de vivir’. No tiene contenido. Es superficial y vacía. Si se prescinde del cristianismo resulta muy difícil entender la mentalidad de las personas que viven en ese nivel. Tienen una mente y una inteligencia, pero no se ponen de manifiesto en esta vida ficticia de engaño, locura y auto hipnosis. ¡Qué vida tan vacía es, incluso cuando la consideramos como realmente es, con su pompa y exhibición, con sus sombras y apariencias!
Luego examinemos la otra vida para ver lo totalmente diferente que es en todos los aspectos. El camino ancho es vacío e inútil, intelectualmente, moralmente, y en todos los demás aspectos. Deja al hombre con un sabor desagradable en la boca incluso ahora en esta vida, lleva a celos y envidias y a toda clase de cosas indignas.
Pero examinemos la otra puerta, y de inmediato se ve un contraste marcado. Leamos el Sermón del Monte de nuevo. ¡Qué vida! Tomemos este Nuevo Testamento. ¡Qué alimento para la inteligencia! Aquí hay algo que cautiva la mente. Leamos libros acerca del mismo. ¿Se puede imaginar una ocupación intelectual más elevada, sin tener en cuenta otros aspectos? Aquí se tiene algo en qué pensar, algo que estimula el intelecto, algo que le da a uno satisfacción real y verdadera. ¡Qué ético, qué elevado, qué amplio y noble es!
El problema básico de todos los que no son cristianos es que nunca han visto la gloria y la magnificencia de la vida cristiana. ¡Qué noble, pura y elevada es! Pero nunca la han visto. Tienen los ojos cerrados para ella. Como dice el apóstol Pablo, “El dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos” (2Cor. 4:4). Pero en cuanto el hombre vislumbra la gloria y majestad y privilegio de este elevado llamamiento, no puedo imaginar que pueda desear jamás alguna otra cosa. Seamos prácticos y francos en cuanto a esto. El que llame a esta vida cristiana ‘estrecha’ (en el sentido corriente de su término) y ansíe la otra, no hace sino declarar que nunca la ha visto verdaderamente. Es como los que dicen que encuentran a Beethoven aburrido y que prefieren la música de jazz. Lo que en realidad dicen es que no entienden a Beethoven; que no lo oyen, que nada saben acerca de él. Son musicalmente ignorantes. Como alguien ha dicho, no nos dicen nada en cuanto a Beethoven, pero nos dicen mucho en cuanto a ellos mismos.
Luego tenemos la característica y naturaleza de las dos vidas. El Nuevo Testamento presenta constantemente este argumento. Se encuentra repetidas veces en las Cartas. Los escritores describen la vida, y luego dicen, de hecho: “Claro que, después de haber visto esto, no querréis volver a lo de antes, ¿verdad?” Éste es su argumento. Nos recuerdan las dos vidas; “Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición”. Pero “estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida”. El hombre que no piensa en la meta hacia la que se dirige, es un necio. El hombre que hace del viaje un fin en sí mismo, es ilógico e inconsecuente. Éste es el gran argumento de la Biblia de principio a fin. “Considera tu fin”; considera tu destino y a dónde lleva la clase de vida que vives. Si se pudiera persuadir al mundo que se hiciera esta pregunta, muy pronto cambiarían todos. Hemos visto cómo el apóstol Pablo nos dice que el camino ancho conduce con certeza a la vergüenza, a la miseria y a la destrucción. “La paga del pecado es muerte” — muerte espiritual y separación de Dios, así como sufrimiento, agonía, desesperación y remordimiento inútil; “mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23). Si alguna vez, pues, sentimos que la vida cristiana es más bien irritante, debemos recordar el destino al que conduce. Luego miremos al mundo con su alegría y felicidad aparentes; miremos a las personas que lo están disfrutando, y tratemos de imaginarlas ya ancianas, cuando el ‘postrer enemigo’ les sale al encuentro. De repente enferman. Ya no pueden beber, ni fumar, ni bailar, ni jugar, ni hacer todo lo que había constituido su vida. En el lecho de muerte ¿qué tienen? Nada; nada que esperar a no ser temor, horror, tormento, y destrucción. Éste es el fin de esa vida. Lo sabemos bien; siempre ha sido así. Leamos las biografías de los grandes hombres del mundo, estadistas y otros, que no son cristianos, y advirtamos el eclipse que experimentan. Y recordemos que nunca se nos dan detalles de su verdadero fin. ¿Cómo puede conducirles a otra cosa? Sólo les conduce a la ‘destrucción’.
Pero la otra vida conduce a una vida más abundante. Comienza dando vida nueva, una nueva perspectiva, nuevos deseos, todo nuevo; y a medida que uno prosigue, toma una mayor dimensión y más maravillosa. Por mucho que haya que sufrir en esta vida y en este mundo, estamos destinados a una gloria que es indestructible. Caminamos hacia una herencia, según el apóstol Pedro, ‘incorruptible, incontaminada e inmarcesible’, que Dios nos ha reservado en el cielo.
Otro argumento que nuestro Señor emplea es que el no entrar por la puerta estrecha significa que ya estamos en el camino ancho. Tiene que ser o lo uno o lo otro. No hay término medio entre estos extremos. Al cristiano se le presentan dos caminos solamente, y si no estamos en el camino estrecho y angosto, estamos en el ancho y espacioso. De modo que la indecisión o falta de entrega significa que no estamos en el camino estrecho. La resistencia pasiva es resistencia; si no estamos con Él estamos contra Él.
Éste es un argumento muy convincente. La indecisión es fatal, porque significa decisión equivocada. No hay otra alternativa, es o el camino estrecho o el camino ancho.
El aliciente mayor de todos, sin embargo, para entrar por la puerta estrecha y caminar por el camino angosto, es éste: Existe Alguien en el camino que le precede a uno. Hay que dejar el mundo fuera. Quizá haya que dejar a muchos seres queridos, haya que dejar el yo, el viejo hombre, y, al pasar por esa puerta, uno puede pensar que va a sentirse solo y aislado. Pero no es así. Hay otros en este camino —”Pocos son los que la hallan”. No hay tantos como en el otro camino. Pero son un pueblo especialmente escogido y separado. Pero sobre todo miremos a Aquel que camina delante de todos, a Aquel que dijo, “Seguidme”, a Aquel que dijo, “Niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame’. Aunque no hubiera otro aliciente para entrar por la puerta estrecha, éste sería más que suficiente. Entrar por este camino significa seguir las pisadas del Señor Jesucristo. Es una invitación a vivir como Él vivió; es una invitación a ser cada vez más como Él era. Es ser como Él, vivir como Él vivió, la vida que leemos en estos Evangelios. Esto es lo que significa, cuanto más piensa uno en ello de esta manera, tanto mayor será el aliciente. No hay que pensar en lo que se deja; nada vale. No hay que pensar en las pérdidas. Ni en los sacrificios y sufrimientos. Ni siquiera deberían emplearse estos términos; no se pierde nada, sino que se gana todo. Mirémosle a Él, sigámosle, y caigamos en la cuenta de que en último término vamos a estar con Él, vamos a contemplar su rostro bendito y disfrutar de Él por toda la eternidad. Él está en ese camino, y esto es suficiente.
—
Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones