El primer mandamiento comienza donde podríamos suponer que debiera comenzar: en el campo de nuestra relación con Dios. Requiere nuestra adoración exclusiva y fervorosa. «Yo soy Jehová tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Ex. 20:2-3).
Adorar a cualquier otro dios que no sea el Señor de la Biblia es no cumplir con este mandamiento. Pero para no cumplir con este mandamiento no es necesario adorar a un dios claramente definido -Zeus, Minerva, el emperador romano, uno de los tantos ídolos modernos-. No estamos cumpliendo con este mandamiento cuando colocamos a alguna persona o alguna cosa en el primer lugar en nuestros afectos, lugar que sólo le corresponde a Dios. Con mucha frecuencia el dios sustituto somos nosotros mismos o la opinión que tenemos de nosotros mismos. Pueden ser cosas tales como el éxito, las posesiones materiales, la fama o el ejercer poder sobre otros.
¿Cómo podemos cumplir con este mandamiento? John Stott escribe: «Para nosotros, guardar este primer mandamiento sería, como Jesús dijo, amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente (Mt. 22:37); ver todo desde su perspectiva y no hacer nada sin que esté referido a Él; hacer de su Voluntad nuestra guía y de su gloria nuestra meta; colocarlo a Él en el primer lugar en nuestros pensamientos, palabras y acciones: en los negocios y en el descanso; en las amistades y en las carreras profesionales; en el uso del dinero, el tiempo y los talentos; en el trabajo y en el hogar… A excepción de Jesús de Nazaret, ningún hombre jamás ha cumplido este mandamiento».
¿Pero por qué no debemos tener otros dioses? La respuesta está en el prefacio de este mandamiento, que también sirve de prefacio a todo el Decálogo. Podemos considerar dos partes en la respuesta: primero, debido a lo que Dios es; segundo, por lo que ha realizado. ¿Quién es el Dios verdadero? Se expresa en las palabras «Yo soy JEHOVA tu Dios». En el hebreo las palabras son Yahveh Eloheka. La razón por la que deberíamos obedecer estos mandamientos es que el Dios que está hablando en los mandamientos es el Dios Verdadero, el Dios que no tiene principio ni fin. «YO SOY EL QUE SOY» (Ex. 3:14). Él es autoexistente. Nadie lo creó, y por lo tanto Él no es responsable frente a nadie. Él es autosuficiente. No necesita a nadie, y por lo tanto no depende de nadie para nada. Cualquier dios que sea menos que esto no es Dios, y todos los demás dioses son menos que esto. Dios puede demandar esta adoración porque Dios es como es.
Lo que Dios ha hecho se nos señala en las palabras: «que te sacó de la tierra le Egipto, de casa de servidumbre». En un primer marco de referencia estas palabras se aplican exclusivamente a Israel, la nación liberada de la esclavitud en Egipto y a quien estos mandamientos fueron dados en particular. Aun si Dios fuera sólo un dios tribal limitado, los israelitas le deberían reverenciar por haberlos liberado. Pero esta afirmación no se extingue en esta referencia literal. Puede aplicarse a cualquiera que haya experimentado la liberación, ya sea de la esclavitud o de la pobreza o de la enfermedad. No hay nadie que no haya sido bendecido por Dios en alguna área, si bien puede no ser consciente de ello y no reconocer a Dios como la fuente de dicha bendición. Pero además de aplicarse al campo material, la liberación se aplica al campo espiritual. La liberación de Israel no fue sólo una liberación física; implícita en esta liberación también quedaban libres de la idolatría egipcia, una liberación de los dioses falsos. Del mismo modo, el llamado de Abraham a dejar Ur también era un llamado a servir al Señor en lugar de servir a los dioses sin dignidad de Mesopotamia (Jos. 24:2-3,14).
Desde esta perspectiva, el razonamiento detrás del primer mandamiento es aplicable a cualquier ser humano. Todos han experimentado la liberación del Señor. Todos se han beneficiado del avance progresivo de la verdad sobre la superstición mediante la revelación dada al mundo a través del judaismo y el cristianismo. Pero como resultado de esto, ¿adoramos a Dios plenamente y en exclusividad? Sin lugar a duda que no lo hacemos. En consecuencia, el primer mandamiento virtualmente nos está gritando que somos desagradecidos, desobedientes, rebeldes y gobernados por el pecado.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice