Siendo un misterio impenetrable, debiera definirse suficientemente como para no hacernos caer en el error. Mencionamos, por lo tanto, sus puntos vitales y así plasmamos nuestra confesión con respecto a ella:
El primer punto es que el Señor Jesús no requiere que seamos purificados ni santificados para poder unirnos a Él.
Jesús es un Salvador no para los justos, sino para los pecadores. Y por esta razón, Él adoptó la naturaleza humana; no como lo enseñan los bautistas, por haber recibido un nuevo cuerpo creado desde el cielo, como el cuerpo paradisíaco de Adán, sino para hacerse partícipe, como los niños pequeños, de nuestra carne y huesos. Lo mismo es verdadero de Su unión con los creyentes. Él no espera hasta que sean puros y santos, para luego desposarse espiritualmente con ellos; sino que Él se desposa de modo que se pueden convertir en puros y santos. Él es el rico novio, y el alma es la novia pobre. Él viene en las relucientes túnicas de Su rectitud y encuentra a la novia con su túnica negra, fea, en su deshonra. Él no dice, “Límpiate, hazte sabia y rica, y como novia rica, Yo me casaré contigo”; sino, “Yo te tomo a ti tal como eres; y te digo, en tu sangre, Vive. Aunque seas pobre, casándome contigo, te haré coparticipe de Mí y de Mi tesoro. Pero un tesoro tuyo, no poseerás jamás.”
Este punto se debe establecer firmemente. El Señor Jesús se une, no a los justos, sino a los pecadores. Él se casa no con los puros e inmaculados, sino con los contaminados y sucios. Cuando el santo apóstol Pablo habla de una novia que presentará sin mancha ni arruga, él se refiere a algo enteramente diferente; no a Su matrimonio con el individuo, sino al matrimonio del Señor Jesús con su Iglesia como un todo. Mientras la Iglesia continúe en la tierra, separada de Él, ella es Su novia, hasta que en la plenitud del tiempo, terminada la separación, Él la traiga a la rica y completa comunión de la vida unificada en la gloria.
El segundo punto al cual pedimos poner atención es sobre cuándo dicha unión comienza. Decir que esta unio mystica es el resultado de la fe solamente, es sólo parcialmente correcto. Porque las Escrituras enseñan muy claramente que ya estábamos en el Señor Jesús cuando Él murió en el Calvario, y cuando Él resucitó de entre los muertos; que ascendimos con Él al cielo y que hasta hoy hemos estado sentados con Él, a la diestra de Dios. Por consiguiente, debemos distinguir cuidadosamente entre las cinco etapas por las cuales se despliega la unión con Emanuel.
La primera de estas cinco etapas yace en el decreto de Dios. Desde el mismo momento en que el Padre nos entregó a Su Hijo, fuimos realmente de Él, y se estableció una relación entre Él y nosotros, no débil ni laxa, sino muy profunda y extensa, de modo que todas las relaciones subsiguientes con Emanuel surgen solamente de esta fundamental relación de raíz.
La segunda etapa está en la Encarnación, cuando, adoptando nuestra carne y entrando en nuestra naturaleza, Él hace de esa relación esencial y preexistente algo real; cuando el vínculo de la voluntad divina pasa desde el decreto a la existencia real. Cristo en carne lleva a todos los creyentes en Su gracia, como Adán llevó a todos los hijos del hombre en su carne. Por consiguiente, las Escrituras enseñan, no figurada ni metafóricamente, sino en el sentido real, que cuando Jesús murió y resucitó, nosotros morimos y resucitamos con Él y en Él.
La tercera etapa comienza cuando nosotros mismos, no aparecemos en nuestro nacimiento, sino en nuestra regeneración; cuando el Señor Dios comienza a obrar sobrenaturalmente en nuestras almas; cuando en la hora del amor, el Amor Eterno concibe en nosotros al hijo de Dios. Hasta entonces, la unión mística se ocultaba en el decreto y en el Mediador; pero, en la regeneración y por medio de ella, aparece la persona con quien el Señor Jesús lo establecerá. Sin embargo, no la regeneración primero y luego algo nuevo; es decir, unión con Cristo, sino que en el mismo momento de concretarse la regeneración, esa unión se vuelve un hecho internamente acabado.
Esta tercera etapa debe distinguirse cuidadosamente de la cuarta, que no comienza con el avivamiento, sino con el primer ejercicio consciente de fe, puesto que, aun cuando la facultad de fe fue implantada en la regeneración, puede permanecer inactiva por largo tiempo; y sólo cuando el Espíritu Santo le permite actuar, produciendo una fe genuina y la conversión en nosotros, se establece subjetivamente la unión con Cristo.
Esta unión no es el fruto de un mayor grado de santidad, pero coincide con el primer ejercicio de la fe. La fe que no vive en Cristo no es fe, sino su opuesto. La fe genuina se forja en nosotros por el Espíritu Santo y todo lo que Él imparte en nosotros lo obtiene de Cristo. Por consiguiente, puede haber una aparente o pretendida fe, sin la unión con Cristo, pero no una fe real. Por lo tanto, es un hecho cierto que el primer suspiro del alma, en su primer ejercicio de fe, resulta de la maravillosa unión del alma con su Garante.
No negamos, sin embargo, que hay un incremento gradual de la realización consciente, de un sentir vívido y de un regocijo libre de esta unión. Un niño posee a su madre desde el primer momento de su existencia; pero el sensato regocijo en el amor de su madre despierta gradualmente, y se incrementa con los años hasta que él plenamente sabe del tesoro que Dios le ha dado en su madre. Y así, la conciencia y el regocijo de lo que tenemos en nuestro Salvador se hace gradualmente más claro y profundo, hasta que llega un momento que nos damos cuenta plenamente cuán ricos Dios nos ha hecho en Jesús. Y por esto, muchos llegan a pensar que su unión con Cristo se remonta a ese momento. Esto es así sólo aparentemente. Aun cuando pueden volverse completamente conscientes de su tesoro en Cristo, la unión misma existía (incluso subjetivamente) desde el momento de su primer grito de fe.
Esto nos lleva a la quinta y última etapa, o sea, la muerte. Regocijándonos en Él con alegría innombrable y plena de gloria, y aún no viéndole a Él, queda mucho más por desear. Por consiguiente, nuestra unión con Él no logra su máximo despliegue hasta que toda carencia haya sido suplida y lo veamos a Él como es; y en esa visión de gozo seremos como Él, porque entonces nos dará todo lo que tiene. Por consiguiente, la fe nos hace partícipes primero de Él mismo y luego de todos sus regalos, como el Catecismo de Heidelberg, claramente lo enseña.
El tercer punto hacia el cual enfocamos nuestra atención, es la naturaleza de esta unión con Emanuel.
Tiene una naturaleza peculiar a sí misma; puede compararse con otras uniones, pero no puede explicarse completamente por ellas. Magnífica es la unión entre el cuerpo y el alma; más magnífica aun es la unión sacramental del Sagrado Bautismo y la Cena del Señor; igual de magnífica es la unión vital entre la madre y el hijo en su sangre, así como la unión entre la vid y sus ramas en crecimiento; magnífica la unión de marido y mujer; y mucho más magnífica la unión con el Espíritu Santo, establecida por Su morada en nosotros. Pero la unión con Emanuel es distinta a todas estas.
Es una unión invisible e intangible; el oído no la percibe o falla en percibirla y elude toda investigación; sin embargo, es una unión y comunión real, por la cual la vida del Señor Jesús nos afecta y controla directamente. Al igual que el bebé nonato que vive en la sangre de la madre, cuyo corazón late fuera de él, así vivimos nosotros en la vida de Cristo, cuyo corazón late, no en nuestra alma, sino fuera de nosotros, en el cielo de arriba, en Cristo Jesús.
El cuarto punto, aun cuando la unión con Cristo coincide con nuestra relación de pacto con Él como Cabeza, aun así, no es idéntica a ella. Nuestras relaciones de comunión con Cristo son muchas. Hay una hermandad de sentimiento e inclinación, de apego y cariño; somos discípulos del Profeta, somos Su posesión comprada con Su sangre, los súbditos del Rey y miembros del Pacto de Gracia, del cual Él es Cabeza. Pero en vez de absorber la unio mystica, todas ellas se basan en esto. Sin este vínculo verdadero, todos los demás son sólo imaginarios. Por consiguiente, mientras sabemos, sentimos y confesamos que es glorioso estar escondidos de forma segura bajo en la Cabeza de la Alianza, es más dulce, más precioso y delicioso vivir en la mística comunión del Amor.
.-.-.-.-
Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper