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La Palabra dice: “Acerquémonos con corazón sincero” (Heb.10:22); esto es, con corazón íntegro. El corazón sincero y el corazón íntegro a menudo van unidos, y el uno explica el otro: “Ahora, pues, temed a Jehová, y servidle con integridad y en verdad” (Jos. 24:14). En el Nuevo Testamento se expresa como “panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Co. 5:8).

Lo opuesto a la integridad es la hipocresía, una mentira con cubierta atractiva. Un corazón que no es sincero, está dividido. Como un reloj cuyo engranaje no coincide con las manillas de la esfera, la obra interior del corazón no encaja con el comportamiento exterior.

¿Por qué la integridad se compara a un cinturón?

La integridad o verdad de corazón se puede comparar con un cinturón por el doble propósito del cinturón del soldado.

  1. Porque cubre las juntas de la armadura

En la cintura, las piezas de la armadura que defienden la parte inferior del cuerpo se conectan con las piezas superiores. Ya que es imposible que encajen perfectamente, habrá alguna holgura entre las piezas. Así que se utiliza un cinturón ancho para cubrir cualquier hueco.

La integridad hace lo mismo en el cristiano. Los dones del cristiano no son tan uniformes, ni su vida tan perfecta, que no haya defecto ni debilidad en su servicio. Pero la integridad los cubre todos para que no lo expongan a vergüenza ni lo dejen vulnerable al peligro.

2. Porque presta fuerza

Mientras más se ciñe el cinturón al cuerpo, más se refuerzan los lomos. Así, cuando Dios se propone debilitar a un pueblo utiliza la expresión “desatar lomos de reyes” (Is. 45:1).

La integridad es la fuerza de toda virtud. Mientras más hipocresía haya en nuestros dones, más débiles serán estos. La fe íntegra es fuerte, el amor íntegro es poderoso. Pero la hipocresía es para los dones y frutos del Espíritu como el gusano para el roble o el óxido para el hierro: debilita mediante la corrupción.

La sinceridad cubre las deficiencias del cristiano…

  1. La verdad moral

Esta clase de rectitud es como una flor silvestre que puede crecer en tierra baldía. Puede mostrar una cierta medida de verdad en sus actos, pero no tiene ni una hebra de la gracia que santifica y salva. Dios mismo fue testigo a favor de Abimelec cuando este había tomado a Sara: “Yo también sé que con integridad de tu corazón has hecho esto” (Gn. 20:6). Es decir, que no pretendía dañar a Abraham, ya que no sabía que Sara fuera su esposa.

Aunque esta honradez moral motiva la bondad en las relaciones humanas, el consejo del Señor no ha variado desde que se lo dio a Samuel: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura […]; porque Jehová no mira lo que mira el hombre” (1 S. 16:7). Dios mira con mayor profundidad que los hombres y desecha los sacrificios de esa clase de rectitud por dos grandes defectos:

  1. No proviene de un corazón renovado

La falsa rectitud es como la lepra de Naamán: el hecho de que fuera leproso le restaba honra en la corte y fuerza en la batalla (2 R. 5:1). Y esto mancha el comportamiento más noble del hombre meramente moral de nuestra época: está “sin Cristo”.

Tu moralidad aprovecha a tus semejantes en este mundo, pero no te hace aceptable ante Dios en el otro. Piénsalo así: si Dios no hubiera dejado alguna autoridad en la conciencia para restringir a los inconversos con cierta medida de honradez, los cristianos no podrían ni vivir en un mundo de tales fieras.

Así, pues, dichos hombres son dirigidos por un temor poderoso de la conciencia más que por un impulso interior de agradar a Dios. Abimelec descubrió que su honradez provenía de la mano de Dios y no de una bondad suya inherente: “Yo también te detuve de pecar contra mí, y así no te permití que la tocases” (Gn. 20:6).

b. No llega a la medida de la gracia de Dios

“Hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). El arquero puede perder la competición tanto por tirar corto como tirar largo. El hipócrita tira largo, pero el moralista tira corto. Normalmente apunta bien en cuanto a la meta inmediata de la acción, pero nunca llega a tocar su fin último.

Así, por ejemplo, un siervo puede ser tan fiel a su amo que no le engañe en un penique, pero eso no vale nada si Dios está excluido. La Palabra manda a los siervos: “Sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres” (Ef. 6:7); esto es, no solamente para los hombres. Hay que respetar el puesto del amo, pero solamente en cuanto lleva a la gloria de Dios. Para agradar a su amo terrenal, el siervo no se puede sentar al final del viaje, sino que debe ir más allá —como el ojo atraviesa el aire y las nubes para ver el sol— llegando a Dios como razón última de su fidelidad.

Ningún principio puede hacernos apuntar lo bastante alto para Dios si dicho principio no proviene de Dios mismo:

Para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios (Fil. 1:10,11).

El alma ha de plantarse en Cristo antes de poder ser íntegra y llevar fruto de justicia para alabanza de Dios. Por ello se dice que estos frutos “son por medio de Jesucristo”.

Lo que uno hace por su cuenta lo hace para sí mismo. Come su propio fruto, devorando la alabanza de lo que hace. Solo el cristiano que lo hace todo por medio de Cristo lo hace todo para él. Se alimenta de él, porque ha sido injertado; y por eso lleva fruto. Por tanto, reserva la hermosa fruta para el Labrador.

2. La rectitud evangélica

A diferencia de la verdad moral, la rectitud evangélica es una planta que solo crece en el jardín de Cristo, encerrada en un alma de gracia. Su nombre la distingue de la flor silvestre de la rectitud moral. La podemos llamar “integridad piadosa” o hasta “divina”:

Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo (2 Co. 1:12).

Esta integridad evangélica puede llamarse apropiadamente integridad divina en dos aspectos: porque proviene de Dios, y porque apunta a Dios y termina en él.

  1. Porque proviene de Dios

La integridad piadosa le pertenece a Dios, concebida en el corazón únicamente por su Espíritu. Ya que esta integridad es hija de la gracia, no llama “padre” a ninguno en la tierra.

Pero esta integridad piadosa no solamente es de ascendencia divina; sino que forma parte de la nueva criatura que el Espíritu de Dios forma y obra únicamente en sus elegidos. Es una gracia del pacto: “Les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos” (Ez. 11:19).

b. Porque apunta a Dios y termina en Él

La mayor meta que podemos tener es agradar a Dios. Las desilusiones y frustraciones no nos molestan más que a un mercader el perder un cordón de zapato en el camino, cuando se apresura hacia su casa cargado con la recompensa de oro y plata que buscaba.

El ojo del amo dirige la mano del siervo. Si el siervo puede agradar a su amo está contento, a pesar de las duras críticas o el rechazo de los que le rodean. Esta clase de persona no apunta a metas chicas ni grandes buscando la aprobación de ricos ni pobres; sus pensamientos apuntan sobre todo a Dios como objeto de su amor, temor y gozo. Como arquero sabio, dirige todos sus esfuerzos hacia ese blanco puro: cuando tiene la aprobación de Dios, sabe que ha logrado lo mejor.

Pablo demuestra el sentido común de todo creyente íntegro en cuanto al propósito de Cristo para el servicio: “Procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables” (2 Cor. 5:9).

Según el mundo, un hombre íntegro es aquel que no daña a otro. Algunos le recuerdan osadamente a Dios que no robarían ni un céntimo al vecino; pero estos mismos son ladrones en asuntos mucho más graves que todo el dinero de su prójimo. Roban tiempo a Dios y continuamente adaptan el día del Señor a sus planes personales, en lugar de a los de Dios. Deciden santificar el nombre de Dios, y hasta oran a menudo para saber su voluntad; pero sus corazones impíos insisten en vivir de acuerdo al deseo de su corazón aunque sepan que la voluntad divina es la santificación.

Pero el verdadero hombre de Dios desea primero ser fiel al Padre y luego al hombre por causa del Señor. Por ejemplo, cuando los hermanos de José temían que este los tratara brutalmente, él les liberó de la sospecha: “Haced esto y vivid: Yo temo a Dios” (Gn. 42:18). Los tranquilizó: “No temáis nada de mí que no sea correcto. Podéis pensar que debido a mi autoridad no habría nadie que intercediera por vosotros si quisiera aprovecharme. Pero veo a Uno por encima de mí, infinitamente más alto de lo que parezco estar yo sobre vosotros, y le temo”.

Una de las palabras griegas para “integridad” es una metáfora enfática que se refiere a algo examinado a la luz del sol. Al comprar una tela puedes sacarla de la luz artificial y mirarla a la luz solar: si en la tela hay el más mínimo defecto o agujero este se verá. El alma piadosa mira al Cielo y quiere que todo pensamiento, juicio, sentimiento y obra se ponga ante la luz que brilla desde la Palabra (esta es la gran lámpara en que Dios ha reunido toda la luz para guiar a los cristianos, como el sol alumbra nuestros cuerpos en la tierra). Si estas cosas son según la Palabra, y pueden mirarla sin avergonzarse, seguiremos nuestro camino sin tropiezo. Pero si alguno huye de la luz de la Palabra —como Adán intentó esconderse de Dios—, entonces hemos llegado al final del viaje.

Las cosas son verdaderas o correctas si se conforman a su principio fundamental. Cuando una medida concuerda con el patrón legal, como el metro o el litro, es verdadera. La voluntad de Dios es el patrón para la nuestra, y la persona íntegra gobernará y medirá todos sus deseos según la misma. Por eso llamaban a David “un hombre según el corazón de Dios”, porque llevaba la imagen del corazón de Dios esculpida en su espíritu, tal como está grabada en el sello de la Palabra.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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