Cuando Pablo y Bernabé llegaron a Antioquía de Pisidia en su primer viaje misionero, se dirigieron a la sinagoga judía, como era su costumbre. Tras la lectura tradicional de la ley y los profetas, el jefe de la sinagoga dio la invitación de costumbre a cualquiera que pudiese «dar una palabra de exhortación para el pueblo». Pablo se levantó inmediatamente y comenzó a predicarles. Según leemos, al sábado siguiente, se reunió casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios. Pero cuando los judíos vieron semejantes multitudes, se llenaron de envidia, escribe Lucas, y con tal motivo se creó un gran tumulto público. Fue en este momento , cuando Pablo dice, «puesto que no queréis oírnos, nos volveremos hacia los gentiles». Y así lo hicieron, volviéndose hacia los gentiles y predicándoles de Cristo y de la redención que El consumó sobre la cruz. Entonces Lucas añade este significativo comentario: «…y creyeron todos los que estaban ordenados para la vida eterna» (Hechos 13:48).
¡Creyeron todos los que estaban ordenados para la vida eterna! Ni uno más. Ni uno menos. Los elegidos, es decir, aquellos que han sido predestinados para la adopción como hijos, aquellos que han sido nacidos, no de sangre. ni de voluntad de carne, ni de voluntad del hombre, sino de Dios… éstos creyeron.
Este hecho, cuando es explicado, siempre conduce a la pregunta más bien retórica y no muy inteligente: Entonces, ¿es que no hay nada que yo pueda hacer para ser salvo?
Hay dos respuestas para esta pregunta. La primera es esta: No existe problema para el réprobo. Este no desea ser salvado. No está preocupado respecto al hecho de ser una criatura perdida. Recordemos las palabras de Cristo: «El que a Mí viene, no le echo fuera.» Pero el réprobo no se acerca. No desea acercarse. No tiene ningún deseo de venir. Por tanto, está perdido, precisamente porque no desea ser salvado. No existe una sola alma de la raza humana que haya deseado la salvación y que le haya sido negada. No hay una simple alma que haya sinceramente deseado la vida eterna, y haya fracasado en recibirla. En el día del juicio, ésta será su condenación, que prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Esta será su condenación, que prefirieron las cosas que se corrompen y que ataca el orín y la polilla, las cosas que los ladrones pueden robar, a las cosas eternas. Si estas personas hubieran venido a Cristo, habrían tenido, con toda certeza, la aceptación del Señor, y de ningún modo hubiesen sido arrojadas de Su lado.
En consecuencia, ninguna alma podría jamás decir al Señor: «Yo habría venido pero tú no me quisiste.» No habrá una sola alma que le diga a Dios: «Yo deseé la vida, pero tú me diste la muerte»; por el contrario, en aquel día cuando conoceremos como somos conocidos, los réprobos conocerán la verdad y sabrán que ha sido su continuo desafío a Dios, su continua rebelión contra Dios y su falta de deseo de ser reconciliados con Dios lo que les ha costado la vida eterna y ha hecho recaer sobre ellos la eterna condenación.
Bajo el Segundo Título de la Doctrina que consideramos en el capítulo siguiente, se puede leer en los artículos V y VI: «Existe además la promesa del Evangelio de que todo aquel que crea en el Cristo crucificado no se pierda, sino que tenga vida eterna; promesa que sin distinción debe ser anunciada y proclamada con mandato de conversión y de fe a todos los pueblos y personas a los que Dios, según Su beneplácito, envía su Evangelio.» «Sin embargo, el hecho de que muchos, siendo llamados por el Evangelio, no se conviertan ni crean en Cristo, sino que permanezcan en su incredulidad, no ocurre por defecto o insuficiencia de la ofrenda de Cristo en la cruz, sino por propia culpa de ellos.»
Es posible, que el lector esté diciendo en su corazón: «Yo estoy preocupado respecto a mi alma. No he confesado a Cristo ante los hombres; por tanto, sé que Él no me confesará ante el Padre Celestial. Yo no soy una parte de la iglesia visible e institucional que es la representación corporativa terrenal de la comunión de los santos; y en consecuencia, no estoy ligado a la invisible comunión de los santos; ya que si lo estuviera, desearía unirme con los santos sobre la tierra. No he recibido los sacramentos. No he sido bautizado, y por tanto, no he recibido el signo y el sello de la redención. No he participado en la cena del Señor, y en consecuencia, no he recibido el sacramento de Su muerte y resurrección. Si la Palabra de Dios es verdadera estoy perdido; pero con todo, estoy preocupado respecto a mi alma. ¿No hay nada que yo pueda hacer para ser salvo?»
Por supuesto que lo hay. La primera cosa que puedes hacer es agradecer a Dios que te encuentres preocupado. Sólo existe un motivo por el cual te encuentras preocupado. Su Espíritu te ha tocado de alguna forma. Una vez que Dios ha dado este paso inicial, hay algo que puedes hacer.
Oigamos las palabras de Pablo a la congregación de Filipos cuando les escribió. «Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor porque Dios es el que en vosotros obra, por su buena voluntad.» Esta no es una palabra dirigida a los no tocados por Dios. Lejos de eso, es una palabra para aquellos en quienes Dios está obrando. A éstos, Pablo dijo: «Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros obra el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Filipenses 2:12-13).
Sabiendo esto, ponte de rodillas para orar, como lo hizo el publicano: «Dios, ten misericordia de mí, un pecador.»
Si dices: «No quiero caer de rodillas para suplicar a Dios. Mis pecados no son tan grandes. Yo no he hecho nada tan grave.» Entonces yo te digo: «Márchate. Tu pretendida preocupación por tu alma es un fraude y una quimera. Tu deseo de Dios es una quimera y un engaño. Tu orgullo es más importante que tu propia alma. Tu obstinación, y tu rebelión contra Dios, te costará tu propia vida.»
Pero otra persona puede que diga: «Yo me pondré de rodillas. Oraré. ¿Qué paso siguiente tengo que dar?» y yo le contesto: «Sigue orando con la antigua expresión: “Señor, yo creo, ayuda a mi incredulidad.”»
Y dirás: «¿Y después qué?» La respuesta está basada en la Palabra de Dios, y es: Si has orado con sinceridad en tu alma, si el Espíritu de Dios ha obrado en tu espíritu, tu oración quedará contestada. Te levantarás tras haber estado de rodillas con una fe en tu corazón, que surgirá encendida por la puerta de tus labios. Habrá dentro de ti un deseo de hacer la voluntad de Dios. Querrás levantarte ante Dios, ante la iglesia y ante todo el mundo para confesar que Él es tu Salvador, tu Señor, y tu Rey. No descansarás hasta que lo hayas hecho. Ansiarás el signo y el sello de la redención colocados sobre ti. No tendrás un momento de paz hasta que haya sidos bautizado en la comunión con Su muerte y resurrección.
Cuando hayas hecho todo esto, la verdad se encenderá repentinamente en ti. Comprobarás que no le has elegido a Él, sino que Él te ha elegido a ti. Él te ha conducido paso a paso por este camino. Y entonces dirás: «¡Gracias Señor! Gracias, Señor, porque Tú has dejado tu Trono en los cielos para sacarme del lago cenagoso y hacerme libre. Gracias a Dios, que cuando estuve perdido, fui hallado, que a pesar de que estuve ciego, ha hecho que ahora vea. Gracias a Dios que con Su propia mano me sacó de la tumba donde yacía muerto en el pecado y las transgresiones, y Él ha soplado en mi alma muerta el aliento de la vida, la vida que permanecerá para siempre, tanto en este mundo como en el venidero.»
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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por Gordon Girod