No sé si para explicar la fuerza de esta distinción es conveniente usar semejanzas tomadas de las cosas humanas. Es cierto que los antiguos suelen hacerlo así a veces, pero a la vez confiesan que todas sus semejanzas se quedan muy lejos de la realidad. De aquí proviene mi temor de parecer atrevido, no sea que si digo algo que no venga del todo a propósito, dé con ello ocasión a los malos de calumniar y maldecir, y a los ignorantes, de errar. Sin embargo, no conviene pasar por alto la distinción que señala la Escritura, a saber: que al Padre se le atribuye el principio de toda obra y ser la fuente y manantial de todas las cosas; al Hijo, la sabiduría, el consejo, y el orden para disponerlo todo; al Espíritu Santo, la virtud y la eficacia de obrar. Y aunque la eternidad del Padre sea también la eternidad del Hijo y del Espíritu Santo, puesto que nunca jamás pudo Dios estar sin su sabiduría y su virtud, ni en la eternidad debemos buscar primero y último, sin embargo, no es vano ni superfluo observar este orden, diciendo que el Padre es el primero; y luego el Hijo, por proceder del Padre; y el tercero el Espíritu Santo, que procede de ambos. Pues aun el entendimiento de cada uno tiende a esto naturalmente, ya que primeramente considera a Dios, luego a la sabiduría que de Él procede, y, finalmente, la virtud con que realiza lo que ha determinado su Consejo. Y por esto se dice que el Hijo procede del Padre solamente, y el Espíritu Santo de uno y otro. Y ello en muchos lugares, pero en ninguno más claramente que en el capítulo octavo de la carta a los Romanos, donde el Espíritu Santo es llamado indiferentemente unas veces Espíritu de Cristo, y otras Espíritu del que resucitó a Cristo de entre los muertos; y ello con mucha razón. Porque san Pedro también atestigua que fue por el Espíritu de Cristo por quien los profetas han hablado, aunque la Escritura en muchos lugares enseñe que fue el Espíritu de Dios Padre (2 Pe. 1:21).
Tres Personas, una sola y divina esencia:
Pero esta distinción está tan lejos de impedir la unidad de Dios, que precisamente por ella se puede probar que el Hijo es un mismo Dios con el Padre, porque ambos tienen un mismo Espíritu; y que el Espíritu no es otra sustancia diversa del Padre y del Hijo, ya que es el Espíritu de entrambos. Porque en cada una de las Personas se debe entender toda la naturaleza divina juntamente con la propiedad que le compete a cada una de ellas. El Padre es totalmente en el Hijo, y el Hijo es totalmente en el Padre, como Él mismo afirma: «Yo soy en el Padre y el Padre en mí” (Jn. 14:11). Y por esta causa los doctores eclesiásticos no admiten diferencia alguna en cuanto a la esencia entre las Personas’.
Con estos vocablos que denotan distinción, dice san Agustín, se significa la correspondencia que las Personas tienen la una con la otra, y no la sustancia, la cual es una en las tres Personas. Conforme a esto se deben entender las diversas maneras de hablar de los antiguos, que algunas veces parecen contradecirse. Porque unas veces dicen que el Padre es principio del Hijo, y otras afirman que el Hijo tiene de sí mismo su esencia y su divinidad y que es un mismo principio con el Padre.
San Agustín expone en otro lugar la razón de esta diversidad, diciendo: Cristo respecto a sí mismo es llamado Dios, y en relación al Padre es llamado Hijo. Asimismo, el Padre respecto a si mismo es llamado Dios, y en relación al Hijo se llama Padre. En cuanto en relación al Hijo es llamado Padre, Él no es Hijo; asimismo el Hijo, respecto al Padre no es Padre. Mas en cuanto que el Padre respecto a sí mismo es llamado Dios, y el Hijo respecto a sí mismo es también llamado Dios, se trata del mismo Dios. Así que cuando hablamos del Hijo simplemente sin relación al Padre, afirmamos recta y propiamente que tiene su Ser de sí mismo; y por esta causa lo llamamos Único principio; pero cuando nos referimos a la relación que tiene con el Padre, con razón decimos que el Padre es principio del Hijo. Todo el libro quinto de san Agustín de la obra que tituló De la Trinidad no trata más que de explicar esto. Lo más seguro y acertado es quedarse con la doctrina de la relación que allí se trata, y no, por querer penetrar sutilmente tan profundo misterio, extraviarse con muchas e inútiles especulaciones.
Lo que nosotros creemos:
Por eso los que aman la sobriedad y los que se dan por satisfechos con la medida de la fe, oigan en pocas palabras lo que les es necesario saber: que cuando confesamos que creemos en un Dios, bajo este Nombre de Dios entendamos una simple y única esencia en la cual comprendemos tres Personas o hipóstasis; y por ello siempre que el Nombre de Dios se usa de modo general se refiere al Hijo y al Espíritu Santo lo mismo que al Padre; mas cuando el Hijo es nombrado con el Padre, entonces tiene lugar la correspondencia o relación que hay de uno a otro, y que nos lleva a distinguir entre las Personas. Y porque las propiedades de las Personas denotan un cierto orden, de manera que en el Padre está el principio y el origen, siempre que se hace mención juntamente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el nombre de Dios se atribuye particularmente al Padre. De esta manera se mantiene la unidad de la esencia y se tiene también en cuenta el orden, que, no obstante, en nada rebaja la deidad del Hijo ni del Espíritu Santo.
Y de hecho, puesto que ya hemos visto que los apóstoles afirman que el Hijo de Dios es aquel que Moisés y los Profetas atestiguaron que era el Dios eterno, es menester siempre acudir a la unidad de la esencia. Y por eso es un sacrilegio horrendo decir que el Hijo es otro Dios distinto del Padre, porque el Nombre de Dios, sin más, no admite relación alguna, ni Dios en relación a sí mismo admite diversidad alguna para poder decir que es esto o lo otro.
En cuanto a que el Nombre de Dios eterno tomado absolutamente convenga a Cristo, es cosa evidente por las palabras de san Pablo: -Respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor- (2 Cor. 12:8), pues es clarísimo que el nombre Señor se pone allí por el de Dios eterno; y sería frívolo y pueril restringirlo a la persona del Mediador, puesto que la sentencia es clara y sencilla, ya que no compara al Padre con el Hijo.
Y sabemos que los apóstoles, siguiendo la versión griega, han usado siempre el nombre de Kyrios, que quiere decir Señor, en lugar del nombre hebreo Jehová. Y para no andar buscando un ejemplo muy lejos, san Pablo oró al Señor con el mismo sentimiento que el que san Pedro cita en el texto de Joel: «todo aquel que invocare el nombre de Jehová, será salvo» (JI. 2:32; Hch. 2:21). Cuando este Nombre se atribuye en particular al Hijo, veremos más adelante que la razón es diversa; de momento baste saber que san Pablo, habiendo orado absolutamente a Dios, luego pone el Nombre de Cristo. Y el mismo Cristo llama a Dios, en cuanto es Dios, al Espíritu; por tanto, no hay inconveniente alguno en que toda la esencia, en la cual se comprende el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se llame espiritual. Ello es evidente en la Escritura, porque así como Dios es llamado en ella Espíritu, así también el Espíritu Santo en cuanto hipóstasis de toda la esencia es llamado Espíritu de Dios, y se dice que procede de Dios.
—
Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino