En BOLETÍN SEMANAL

Según el modo de hablar que emplea la Escritura, acomodándose a la rudeza y debilidad de los hombres, cuando quiere distinguir entre el Dios verdadero y los dioses falsos,  opone a Dios principalmente frente a los ídolos; no porque apruebe lo que enseñaron los filósofos con gran artificio y elegancia, sino para descubrir mejor la locura del mundo, y también para mostrar que todos, al apoyarse en sus especulaciones, caminan fuera de la razón.

Por tanto, la definición según la cual comúnmente decimos que no hay más que un solo y único Dios, excluye y deshace todo cuanto los hombres por su propio juicio idearon acerca de Dios, porque sólo Dios mismo es testigo suficiente acerca de sí. Mas como quiera que se ha extendido por todo el mundo esta insensata necedad de fabricar imágenes visibles que representen a Dios y por esta causa se han hecho dioses de madera, de piedra, de oro, de plata, y de otras materias corruptibles y perecederas, es menester que tengamos como máxima, y cosa ciertísima, que cuantas veces Dios es representado en alguna imagen visible su gloria queda menoscaba con gran mentira y falsedad.

Por eso Dios en su Ley, después de haber declarado que solo a Él le pertenece la honra de ser Dios, queriendo enseñarnos cuál es el culto y manera de servirle que aprueba o rechaza, añade a continuación: «No te harás imagen, ni ninguna semejanza» (Éx. 20:4), con estas palabras pone freno a nuestro atrevimiento, para que no intentemos representarlo con imagen visible alguna; y en pocas palabras expone todas las figuras con que la superstición hacía ya mucho tiempo que había comenzado a falsificar su verdad. Porque bien sabemos que los persas adoraron al sol; y a cuantas estrellas los pobres e infelices gentiles veían en el cielo y las tuvieron por dioses. Y apenas no hubo animal que los egipcios no tuviesen como imagen de Dios, e incluso hasta las cebollas y los puerros. Los griegos se creyeron mucho más sabios que los demás pueblos, porque adoraban a Dios en figura humana. Pero Dios no coteja ni compara las imágenes entre sí para ver cuál le conviene más, sino que, sin excepción alguna, condena todas las imágenes, estatuas, pinturas y cualquier otra clase de figuras con las cuales los idólatras pensaban que tendrían a Dios más cerca de sí.

Esto se puede entender fácilmente por las razones con que lo prueba:

Primeramente dice por Moisés: «Y habló Jehová con vosotros en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, mas… ninguna figura visteis.. . Guardad, pues mucho vuestras almas…, para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna…» (Dt.4:12,15,16).

Vemos cómo opone claramente su voz a todas las figuras e imágenes, a fin de que sepamos que cuando los hombres le quieren honrar de forma visible se apartan de Dios. En cuanto a los profetas, bastará con Isaías, el cual mucho más enfáticamente prueba que la majestad de Dios queda vil y hartamente menoscabada cuando Él, que es incorpóreo, se le asemeja a una cosa corpórea; Él que es invisible, se le asemeja a una cosa visible; Él que es Espíritu, se le asemeja a un ser inerte; Él que es infinito, se le asemeja a un pedazo de leña, o de piedra u oro (1s.40:16; 41:7,29;45:9; 46:5).

Casi de la misma manera razona san Pablo, diciendo: «Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres» (Hch. 17:29). Por donde se ve claramente que cuantas estatuas se labran y cuantas imágenes se pintan para representar a Dios, sin excepción alguna, le desagradan, como cosas con las que se hace grandísima injuria y afrenta a su Majestad. Y no es de maravillar que el Espíritu Santo pronuncie desde el cielo tales afirmaciones, ya que Él mismo fuerza a los desgraciados y ciegos idólatras a que confiesen esto mismo en este mundo. Bien conocidas son las quejas de Séneca, que san Agustín recoge: «Los dioses», dice, “que son sagrados, inmortales e inviolables, los fabrican de materia vilísima y de poco precio, y los forman como a hombres o como a bestias, e incluso algunas veces como a hermafroditas – que reúnen los dos sexos -, y también como a cuerpos que si estuviesen vivos y se nos presentaran delante pensaríamos que eran monstruos”.

Por lo cual nuevamente se ve claro que los defensores de las imágenes se justifican con vanas excusas diciendo que las imágenes fueron prohibidas a los judíos por ser gente muy dada a la superstición, como si esto fuera sólo propio de una nación lo que Dios propone de su eterna sabiduría y del orden perpetuo de las cosas. Y lo que es más, san Pablo no hablaba con los judíos, sino con los atenienses, cuando refutaba el error de representar a Dios en imágenes.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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