La facultad de la fe es algo complejo. No puede ser independiente de la conciencia y del conocimiento; ya que implica un cambio del ser del hombre y la libertad de la voluntad para avanzar hacia Dios. Por ello, esta facultad no es un desarrollo espontáneo de la vida implantada, ni es independiente de ella; pero como disposición, puede entrar en nosotros sólo después del nuevo nacimiento, e incluso entonces nos debe ser dada por la gracia de Dios.
Por supuesto, el hombre en el cual la facultad de fe empieza a trabajar, creerá en las Escrituras, en Cristo, y en su propia salvación; pero sin ella, continuará hasta el fin oponiéndose a las Escrituras, a Cristo, y a su propia salvación. Él puede estar casi convencido; pero nunca estará totalmente convencido. Esto será fe temporal, fe histórica, fe en los ideales, pero nunca fe salvadora.
Pero si un hombre ha recibido esta disposición, ¿es posible que crea de inmediato y para siempre? Seguramente que no, no más de lo que un niño normal puede leer, escribir o pensar lógicamente. Y cuando a los dieciséis años puede hacer estas cosas, no es debido a nuevas facultades recibidas posteriormente a su nacimiento, sino al desarrollo de aquellas con las que nació. Un hijo de Dios nacido de nuevo posee la facultad de creer; pero no se produce un creer inmediato. Esto requiere de algo más. Tal como un niño no puede aprender y desarrollarse sin maestros y sin conexión con su propio entorno, de igual manera la facultad de fe no puede ser ejercida sin la guía del Espíritu Santo y sin conexión con el contenido de las Escrituras.
No podemos decir cómo ésta fue efectuada en niños que han fallecido; no porque el Espíritu
Santo no pueda trabajar en ellos así como lo hace en adultos, sino porque ellos no conocen las
Escrituras. Sin embargo, debido a que las Escrituras dan testimonio únicamente de Cristo, el Espíritu Santo puede tener una forma de llevar al niño no-pensante hacia una conexión con Cristo, del mismo modo que ha provisto las Escrituras para los hombres pensantes.
En cualquiera de estos casos, la facultad de la fe no puede producir nada por sí misma, sino que debe ser estimulada y desarrollada mediante la preparación y ejercicio del Espíritu Santo, aprendiendo poco a poco a creer, una preparación continua hasta el final; pues hasta que morimos, el obrar de la fe aumenta en fuerza, en avance y en gloria.
Pero esto no es todo. Un hombre puede tener la facultad de fe plenamente desarrollada y ejercitada, pero esto no quiere decir que, por lo tanto, creerá siempre. Por el contrario, la fe puede ser interrumpida durante un período de tiempo. De ahí que la fe no debe ser llamada el aliento del alma; porque cuando un hombre deja de respirar se muere. No; la facultad de la fe es más bien como la potencia que tiene un árbol para florecer y producir fruto: aparentemente muerto una temporada, pero bello y floreciente en la siguiente. El que yo posea la facultad para pensar resulta evidente, no de mi pensamiento ininterrumpido, porque cuando estoy dormido no pienso; sino que resulta evidente de mi forma de pensar cuando debo pensar. Así mismo ocurre con la facultad de la fe, que ocupa la misma posición que las facultades del pensar, hablar, etc.
En cuanto a estas facultades, se distinguen tres cosas:
1) la propia facultad;
2) su necesario desarrollo;
3) su ejercicio cuando es suficientemente estimulada.
Por lo tanto, nos damos cuenta no sólo de la primera operación del Espíritu, la implantación de la facultad de fe; así mismo, no nos damos cuenta sólo de la segunda operación, la capacitación de esa facultad para el ejercicio; sino también de la tercera, la estimulación y el llamado a la acción de creer, cada vez que al Espíritu Santo le plazca.
No existe hombre que esté en sí mismo capacitado de la facultad de fe, sino que es el Espíritu Santo quien lo ha dotado de ella. No existe hombre habilitado para esta facultad de creer, sino que también es el Espíritu Santo quien ha habilitado esa facultad. Tampoco existe un hombre que use esta capacidad, creyendo de hecho, a menos que el Espíritu Santo haya obrado esto en él.
La vida tiene sus altibajos. Lo vemos en el amor. Puedes tener un hijo a quien amas con ternura. Pero en la vida cotidiana no siempre sientes ese amor, y a veces te acusas a tí mismo de estar frío y de no sentir un cálido apego por el niño: Pero imaginemos que alguien le hiciera daño, o que se enfermara—o peor aún, que su vida se encontrara en peligro—entonces tu amor adormecido se despertaría en un instante. Ese amor no vino a ti desde fuera, sino que habitaba en las profundidades de tu alma, dormitando hasta que fuera despertado por completo por causa del incisivo aguijón del dolor. Lo mismo se aplica a la fe. Durante días y semanas podremos tener que reprocharnos a nosotros mismos la condición incrédula de nuestro propio corazón, cuando el alma parece seca y muerta como si no existiera vínculo de amor entre nosotros y nuestro Salvador. Pero, ¡he aquí! el Señor se revela a nosotros, o tal vez el sufrimiento nos abruma, o la severidad de cosas que ocurren en la vida de pronto se apoderan de nosotros, y en un instante, esa fe que estaba aparentemente muerta, es avivada y el vínculo del amor de Cristo se siente fuertemente.
Y más que esto: inspirado por el amor, estás constantemente haciendo algo por el ser amado, pero sin decir: “hago esto o aquello por él, porque lo amo tanto.” Así también ocurre en relación a la fe: la fe salvadora es una disposición de cuya actividad no siempre nos damos cuenta, pero tal como otras facultades, trabaja continuamente, con inadvertidas funciones. De ahí que con frecuencia ejerzamos la fe sin ser especialmente conscientes de eso. Nos preparamos particularmente para pensar o hablar cuando una ocasión especial lo requiere; y de ese modo, actuamos con propósito consciente desde la fe cuando, bajo circunstancias particulares, debemos presentarnos osadamente como testigos o tomar alguna decisión importante.
Pero este es nuestro consuelo, que el poder salvador de la fe no depende de una acción especial de creer; ni de actos menos conscientes; ni siquiera de la capacidad de fe adquirida, sino únicamente del hecho de que la semilla de fe ha sido implantada en el alma. Por lo tanto, un niño puede tener fe salvadora, aun cuando nunca hubiera realizado una sola acción de fe. Y así permanecemos salvos, incluso cuando la acción de la fe pueda dormitar por una temporada. El hombre, una vez que ha sido dotado de la fe salvadora, es salvo y bendecido. Y cuando una y otra vez surgen las acciones de la fe, él no se vuelve salvo en un mayor grado, sino que es sólo la evidencia de que, a través de la misericordia infinita de Dios, la semilla de la fe ha sido plantada en él.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper