“Desde la perspectiva de la revelación lo primero que debemos afirmar sobre Dios es su Soberanía. Y este primer punto está íntimamente ligado con un segundo punto -tan estrechamente ligado que cabría la posibilidad de preguntarse si no se debería comenzar por éste-: Dios es el Santo.”
Estas palabras del notable teólogo suizo Emil Brunner reflejan la importancia asignada a la santidad de Dios. La Biblia misma confirma esta afirmación de Brunner ya que Dios, más que ninguna otra cosa, es llamado santo. Santo es el epíteto más vinculado con su nombre. Y también leemos que sólo Dios es santo. «¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo Tú eres santo» (Ap. 15:4). Se nos dice que Dios es glorioso en su santidad. «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?» (Ex. 15:11). Los serafines delante de su trono celebran sin cesar su santidad. Isaías los escuchó cantar: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria» (Is. 6:3). El apóstol Juan escuchó a los serafines declarar: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir» (Ap. 4:8). El pueblo de Dios es instado a unirse en estas alabanzas. Leemos: «Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria de su santidad» (Sal. 30:4).
Este énfasis hace que la iglesia cristiana ore diciendo las palabras del Padre Nuestro: «Santificado sea tu nombre» (Mt. 6:9).
Decir que el atributo de la santidad es importante no significa que lo podamos comprender. De todos los atributos de Dios, quizás este es el más malentendido.
Es un error conceptual pensar de la santidad divina en términos humanos. La santidad, o la rectitud, se conciben como algo que puede ser graduado, en más o en menos. Es decir, al mirar a nuestro alrededor vemos hombres y mujeres que están muy bajo en la escala: los criminales, los pervertidos, y otros. Si un puntaje perfecto en la escala de rectitud fuera cien, podríamos concluir que estas personas alcanzarían un puntaje entre los diez y quince. Por arriba de ellos encontraríamos las personas promedio de nuestra sociedad, que obtendrían un puntaje entre los treinta y los cuarenta puntos. Luego, tendríamos a las personas buenas, los jueces, los filántropos y otras personas humanitarias; podríamos pensar que ellos alcanzarían un puntaje entre los sesenta y los setenta -nunca cien, ya que ni siquiera ellos son tan buenos como podrían ser-. Y, por último, si llegáramos al total de cien puntos (o aún más, si fuera posible), tendríamos la bondad de Dios.
Muchas personas piensan algo similar a esto cuando consideran la santidad de Dios, si es que piensan en ella. Piensan que se trata sólo del bien común a todas las personas, pero llevado a un grado de perfección. Pero de acuerdo con la Biblia la santidad de Dios no puede ser colocada en la misma categoría que la bondad humana.
Vemos la verdad de este concepto bíblico cuando estudiamos un pasaje como el de Romanos 10:3, «Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios». Este versículo distingue con mucha claridad la diferencia entre nuestra justicia y la justicia de Dios. Aun si fuésemos capaces de juntar toda la justicia que los seres humanos son capaces y hacer con ella una montaña enorme, no estaríamos todavía ni cerca de comenzar a alcanzar la justicia de Dios; la justicia de Dios está en otra categoría diferente.
¿Qué queremos decir cuando hablamos de la santidad de Dios? Para contestar esta pregunta lo que tenemos que hacer es no comenzar con la ética. La ética está implícita, como veremos; pero, en su sentido más fundamental y más original, santo no es un concepto ético. Se trata más bien de algo que está relacionado con la propia naturaleza de Dios y que por lo tanto lo distingue de todo lo demás. Es algo que separa a Dios de su creación. Tiene que ver con su trascendencia.
La santidad, entonces, es la característica de Dios que lo separa de su creación, lo coloca aparte. Encontramos por lo menos cuatro elementos en la santidad.
El primer elemento es la majestad. La majestad significa «dignidad», «poder supremo en autoridad», «señorío» o «grandeza». Es la característica propia de los monarcas, y por supuesto, también es el atributo supremo de Aquel que es el Monarca de todo. La majestad es el elemento predominante de las visiones de Dios en su gloria, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El elemento de majestad relaciona la idea de santidad con la idea de soberanía.
Un segundo elemento en el concepto de santidad es la voluntad, la voluntad de una personalidad. Sin este elemento, la santidad sería un concepto abstracto, impersonal y estático, en lugar de ser un concepto concreto, personal y activo. Más aún, si le preguntáramos a Dios cuál es su voluntad más expresa, la respuesta sería la de proclamarse como el «Plenamente Otro», cuya gloria no puede ser opacada por la arrogancia humana y su antojadiza rebelión. En este elemento de la voluntad, la santidad se aproxima al concepto del Dios «celoso», que el hombre moderno encuentra tan repulsivo.
«Porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso» (Ex. 20:5). En sus justos términos, la idea de un Dios celoso es crucial para cualquier conocimiento verdadero de Dios. Como lo señala Brunner, es análoga a los celos inherentes en cualquier matrimonio. Una persona casada no debería dejar que un tercero se entrometiera en su relación personal. De manera similar, Dios rechaza cualquier atropello basándose en sus derechos como Señor de su creación. «La santidad de Dios no implica, por lo tanto, solamente una diferencia absoluta con respecto a su naturaleza, sino que es una autodiferenciación activa, la energía resoluta con que Dios afirma y sostiene el hecho de que Él es Plenamente Otro, separado de todo lo demás. Lo absoluto de esta diferencia se convierte en lo absoluto de su santa voluntad, la cual es suprema y única».
Para expresarlo en términos más sencillos: la santidad de Dios significa que Dios no es indiferente a lo que los hombres y las mujeres piensen sobre Él. Él no sigue su camino solitario, permaneciendo imperturbable frente al rechazo que sufre por las personas. Por el contrario, vuelca su voluntad y sus actos para que su gloria sea reconocida. Este reconocimiento puede darse ahora, en cada caso en particular, o puede hacerse realidad en cada uno en el día del juicio divino.
Un tercer elemento presente en la idea de santidad es el elemento de la ira. La ira forma parte sustancial de la santidad de Dios. Pero no debemos confundirla con una reacción humana y emocional frente a algo, una reacción que solemos identificar con enojo. No hay ninguna emoción humana que pueda ser equiparada a la ira de Dios. Se trata de la posición apropiada y necesaria que el Dios santo asume contra todo aquello que se le opone. Significa que Dios toma el hecho de ser Dios en serio, tan en serio que no permitirá que nada ni nadie aspire a ocupar su lugar. Cuando Satanás intentó usurpar su lugar, Satanás fue juzgado (y todavía será juzgado). Y los hombres y las mujeres también serán juzgados cuando se nieguen a ocupar el lugar que Dios les ha asignado.
El elemento final en la idea de santidad es uno que ya hemos mencionado: la justicia. La justicia está implícita en la santidad no porque sea la categoría más fácil para comprender la santidad, sino porque habiendo mencionado la voluntad de Dios, surge como corolario que la voluntad de Dios es justa, es la santidad expresada en un sentido ético. En otras palabras, cuando preguntamos: «¿Qué es lo que está bien? ¿Qué es lo moral?», contestaremos apelando a la voluntad y la naturaleza de Dios, y no apelando a algún estándar moral independiente, como si fuera posible que dicho estándar pudiera existir independiente de Dios. Lo justo es lo que Dios es y lo que Él nos revela.
La naturaleza de Dios constituye el fundamento esencial para cualquier moral verdadera y perdurable. Como consecuencia, cuando Dios no es reconocido, la moralidad (no importa cuánto se hable de ella) entra en decadencia, como está sucediendo en la civilización occidental contemporánea. Es el deseo de obedecer a Dios lo que en última instancia posibilita un comportamiento ético.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice