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El designio del demonio contra la santidad es tan fuerte que siempre tiene un “no” para el “sí” de Dios. El diablo se deleita en morar en el hombre. Cuando empleó a la serpiente, fue para engañar a Eva. Cuando él escoge una víctima, siempre es el ser humano, el único capaz de caer en pecado e injusticia.

Del mismo modo que Satanás prefiere morar en el hombre, también antepone el poseer el alma de este a su cuerpo. Nada menos que la mejor habitación de la casa le sirve para vomitar blasfemias y escupir malicia hacia Dios, ya que el alma es el ámbito de la santidad o del pecado.

Entre todas las maneras que Satanás utilizó para afligir a Job, nunca optó por forzar una posesión de su cuerpo. No es que sintiera lástima de él, sino que esperaba un premio mayor, que era poseer su alma. Le habría satisfecho mil veces más que Job mismo hubiera blasfemado contra Dios (en lugar de hacerlo él, a través del cuerpo de Job, escupiendo maldiciones por boca de este). De ese modo habría sido el pecado de Job, y no de Satanás.

El diablo quiere robarte la santidad. No considera haber obtenido la victoria hasta hacer que el cristiano pierda su justicia. Permite que el creyente tenga de todo, y que sea lo que quiera, pero que no sea verdadera y firmemente santo. No codicia tus bienes y placeres mundanos, sino tu santidad. Que sepamos, Job podría haber disfrutado de sus bienes, hijos y siervos sin perturbación infernal alguna, si Satanás no lo hubiera reconocido como santo, “temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1).

Pero cuando la rectitud de Job encendió el malvado espíritu de Satanás, su ira ardió como una antorcha. Intentó quitarle a Job la coraza de justicia matando a su familia, destruyendo sus bienes y castigando su cuerpo con llagas. Torturó a Job como lo hacen los ladrones con sus víctimas para obligarles a ceder sus tesoros. Si Job hubiera entregado su bolsa (su integridad) en cualquier momento a Satanás, este le habría desatado enseguida, sin importarle que recuperara sus bienes, hijos y siervos.

Los lobos desgarran el vellón para poder comer la carne de la oveja y lamer su sangre. Lo que este asesino infernal busca sorber del corazón cristiano es la sangre de la santidad. Satanás denigra, no una forma de santidad, ni las falsas muestras de ella, sino su poder. No es el nombre sino más bien la naturaleza nueva en sí lo que saca al león de su guarida.

El diablo puede vivir en paz y confianza como vecino tranquilo del hombre que se contenta con la reputación de una profesión vacía. Bien sabía que la profesión de Judas no lo alejaba ni un paso del camino al Infierno: el sutil engañador puede llevar a uno a la condenación aun con las ordenanzas del culto cristiano. El corazón codicioso de Judas lo ataba al diablo hasta cuando escuchaba los sermones de Jesús. Por tanto, Satanás le dio libertad al traidor para guardar su reputación por un tiempo. No le importaba el tiempo que los otros discípulos lo consideraran devoto; el diablo conocía a su esclavo personal.

En resumen, la santidad supersticiosa no le molesta a Satanás. ¿Cómo lo hará, si él es el padre de la misma? Desde siempre ha sido su propósito minar la santidad genuina del corazón, pero la Iglesia ha descubierto la maligna conspiración tramada contra Cristo y su pueblo. Su falsedad ha sido para el poder de la santidad como la hiedra para el roble. Los abrazos intemperantes de esta santidad hueca propinados a la religión han ahogado el corazón de la santidad bíblica allí donde haya prevalecido.

Ni siquiera la abundancia religiosa molesta al diablo; él solo es enemigo jurado de la santidad en su pureza absoluta, basada en la Biblia y alimentada por el Espíritu Santo.

Entonces, la santidad sencilla es la bandera del alma que desafía abiertamente a Satanás y declara su amistad con Dios, y aquella que el diablo intenta derribar. He aquí el terreno de la disputa, que no terminará mientras Satanás sea un espíritu inmundo y el cristiano un hijo santificado de Dios: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Tim. 3:12).

Los perseguidores a menudo intentan disfrazar su malicia con buenas obras; pero el Espíritu de Dios traspasa sus disfraces de hipócritas y conoce las instrucciones que reciben del Infierno. El Espíritu de Dios nos dice que la santidad es el blanco de los dardos de Satanás. Por supuesto que hay más de una clase de piedad en el mundo, pero el diablo solo se opone a aquella que es verdadera: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús”.

La sangre cristiana es dulce para Satanás, pero mucho más la de su piedad. Prefiere separar al cristiano de la piedad antes que masacrarlo por ella. Pero para no hacerse notar demasiado, a menudo utiliza artimañas sutiles y expresa su crueldad en el cuerpo de los cristianos; pero solo cuando no puede cautivar las almas: “Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada” (Heb. 11:37). Lo que más querían los perseguidores era arrastrarlos al pecado y la apostasía; así probaban duramente a los cristianos antes de matarlos. El diablo lo considera un triunfo total si puede arrebatar la armadura del cristiano y sobornar su firmeza en la santa profesión de su fe.

El diablo prefiere ver a los cristianos profanados por el pecado y la injusticia que por la sangre y el dolor, porque ha aprendido que la persecución solamente poda a la Iglesia y pronto la hace brotar aún más fuerte; pero la injusticia es la ruina de ella. Entonces, los perseguidores no hacen más que arar los campos de Dios mientras él los siembra con la sangre de los cristianos.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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