Cristo, en quien el Padre quiere ser ensalzado, y por cuya mano quiere reinar, se dice que está sentado a la diestra del Padre; como si se dijese que se le ha entregado el señorío del cielo y de la tierra, y que ha tomado solemnemente posesión del cargo y oficio que se le había asignado; y no solamente la tomó una vez, sino que la retiene y retendrá hasta que baje el último día a juzgar. Así lo declara el Apóstol, cuando dice que el Padre le sentó «a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia» (Ef. 1, 20-23; cfr. FIp. 2,9-11; Ef. 4,15; 1 Cor. 15,27).
Ya hemos visto qué quiere decir que Jesucristo está sentado a la diestra del Padre; a saber, que todas las criaturas así celestiales como terrenales honren su majestad, sean regidas por su mano, obedezcan a su voluntad, y se sometan a su poder. Y no otra cosa quieren decir los apóstoles, cuando tantas veces mencionan este tema, sino que todas las cosas están puestas en su mano, para que las rija a su voluntad (Hch.2,30-33; 3,21; Heb. 1, 8).
Se engañan, pues, los que piensan que con estas palabras simplemente se indica la bienaventuranza a la que Cristo fue admitido. Y poco importa lo que en el libro de los Hechos testifica san Esteban: que vio a Jesucristo de pie (Hch.7:56), porque aquí no se trata de la actitud del cuerpo, sino de la majestad de su imperio; de manera que estar sentado no significa otra cosa que presidir en el tribunal celestial.
Los frutos del dominio de Cristo
De aquí se siguen diversos frutos para nuestra fe. Porque comprendemos que el Señor Jesús con su subida al cielo nos abrió la puerta del Reino del cielo, que a causa de Adán estaba cerrada. Porque habiendo Él entrado con nuestra carne y como en nuestro nombre, se sigue como dice el Apóstol, que en cierta manera estamos con Él sentados en los lugares celestiales (Ef. 2:6); de suerte que no esperamos el cielo con una vana esperanza, sino que ya hemos tomado posesión de él en Cristo, nuestra Cabeza.
Asimismo la fe reconoce que Cristo está sentado a la diestra del Padre para nuestro gran bien. Porque habiendo entrado en el Santuario, fabricado no por mano de hombres, está allí de continuo ante el acatamiento del Padre como intercesor y abogado nuestro (Heb. 7:25; 9:11). De esta manera hace que su Padre ponga los ojos en su justicia y que no mire a nuestros pecados; y así nos reconcilia con Él, y nos abre el camino con su intercesión para que nos presentemos ante su trono real, haciendo que se muestre gracioso y clemente el que para los miserables pecadores es causa de horrible espanto.
El tercer fruto que percibe la fe es la potencia de Cristo, en la cual descansa nuestra fuerza, virtud, riquezas y el motivo de gloriarnos frente al infierno. Porque, «subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad» (Ef. 4:8), y despojando a sus enemigos enriqueció a su pueblo y cada día sigue enriqueciéndolo con dones y mercedes espirituales.
Conclusión: Cristo es nuestro único tesoro
Puesto que vemos que toda nuestra salvación está comprendida en Cristo, guardémonos de atribuir a nadie la mínima parte del mundo. Si buscamos salvación, el Nombre solo de Jesús nos enseña que en Él está. Si deseamos cualesquiera otros dones del Espíritu, en su unción los hallaremos. Si buscamos fortaleza, en su señorío la hay; si limpieza, en su concepción se da; si dulzura y amor, en su nacimiento se puede encontrar, pues por Él se hizo semejante a nosotros en todo, para aprender a condolerse de nosotros; si redención, su pasión nos la da; si absolución, su condena; si remisión de la maldición, su cruz; si satisfacción, su sacrificio; si purificación, su sangre; si reconciliación, su descenso a los infiernos; si mortificación de la carne, su sepultura; si vida nueva, su resurrección, en la cual también está la esperanza de la inmortalidad; si la herencia del reino de los cielos, su ascensión; si ayuda, amparo, seguridad y abundancia de todos los bienes, su reino; si tranquila esperanza de su juicio, la tenemos en la autoridad de juzgar que el Padre puso en sus manos.
En fin, como quiera que los tesoros de todos los bienes están en Él, de Él se han de sacar hasta saciarse, y de ninguna otra parte. Porque los que no contentos con Él andan vacilantes de acá para allá entre vanas esperanzas, aunque tengan sus ojos puestos en Él principalmente, sin embargo, no van por el recto camino, puesto que vuelven hacia otro lado una parte de sus pensamientos. Por lo demás, esta desconfianza no puede penetrar en nuestro entendimiento una vez que hemos conocido bien la abundancia de sus riquezas.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino