En BOLETÍN SEMANAL
​Hay muchas personas que le exigen a Dios que responda a sus oraciones, de acuerdo a sus intereses y en el tiempo que ellos consideran, y cuando esto no ocurre asumen una actitud de desprecio hacia Dios y hacia todo el mundo, lo cual nos muestra que no estaban en condiciones de orar.  No saben delante de Quien están ni han comprendido la situación en la que se encuentran.


Levantad manos santas sin ira «ni contienda»…

No se refiere a una contienda con otros sino con uno mismo. Denota un estado de vacilación e inseguridad, o quizá un estado de rebelión intelectual. La duda puede expresarse en muchas diferentes maneras. Pueden ser dudas en cuanto al mismo ser de Dios; dudas, según las palabras del autor de la Epístola a los Hebreos, en cuanto a si «Dios es». Es notable ver como muchas personas oran sin reunir este primer y fundamental requisito previo de la oración y sus posibilidades. Otros, si bien reúnen esta condición, dudan de la bondad de Dios, y de su disposición y prontitud para escuchar nuestras oraciones. Esperamos ocuparnos más extensamente de este punto en consideraciones posteriores sobre los tratos de Dios con los hombres. Aquí debemos indicar que es evidente y obvio, si nos tomamos el trabajo de pensar por un momento, que tal estado y condición de nuestra parte hacen inútiles nuestras oraciones. También a menudo hay dudas respecto a lo que podemos llamar el poder o la posibilidad de la oración, en cuanto a si algo puede suceder o que alguna vez se de; en una palabra, si orar tiene algún sentido.

Como resultado de estas dudas, ya sea una sola o todas juntas, frecuentemente sucede que la oración no es más que una aventura desesperada o embarcarse en un experimento dudoso. Nos encontramos en una posición difícil o enfrentarnos una necesidad extrema. No sabemos qué hacer o a quién recurrir. Entonces recordamos haber oído de alguien que oró a Dios y tuvo una respuesta maravillosa. Decidimos orar, entonces para probar el experimento y ver si también dará resultado para nosotros. No hemos evaluado seriamente el asunto, no nos hemos detenido para considerar todas las condiciones a que hemos hecho referencia; lanzamos algo así como «un clamor en la oscuridad» en la mera esperanza que pueda tener éxito y podamos ser liberados.

En ese estado de duda y escepticismo, y en verdad a veces, de incredulidad, los hombres a menuda oran a Dios; y cuando sus oraciones no reciben respuesta y sus deseos no son satisfechos, murmuran y se quejan, deciden que la religión no sirve, y se ofenden con Dios.

A menos que observemos esta tercera condición, la oración es inútil. Debemos acercamos a Dios creyendo «que le hay, y que es galardonador de los que buscan» (He. 11 :6). La oración no es un experimento dudoso que quizá produzca fe; es más bien la expresión y el producto de una fe que no sólo cree en Dios, sino que está dispuesta a confiar totalmente en El y su santa voluntad. Orar a Dios para poder descubrir si la oración da resultados o no equivale a un insulto. Ese experimento sólo tiene un resultado. Los hombres cuyas oraciones han sido contestadas siempre han sido aquellos que conocían a Dios, los que han confiado en El completamente, quienes han estado más dispuestos a decir en todo tiempo y bajo toda circunstancia: «Hágase tu voluntad», seguros de sus propósitos santos de amor. No debe haber duda alguna, ninguna disputa, ni experimentos desesperados sino una confianza calma y serena en Dios y su perfecta voluntad.

Estas son, pues, las condiciones. Al considerarlas, no sólo nos sorprendemos de que Dios a veces no responde a nuestra oración como deseamos que El lo haga, sino que conteste aunque solo sea una vez. Decidamos, entonces, poner en práctica estos principios mientras sea posible. La crisis aguda puede venir en cualquier momento y sentiremos la necesidad de orar.
Limpiemos nuestras manos, purifiquemos nuestros espíritus y seamos establecidos en nuestra fe. Entonces, en el momento de nuestra mayor crisis, no estaremos haciendo un experimento dudoso sino tomándonos a Aquel de quien decimos con San Pablo: «Yo sé a quien he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día» (2 Ti. 1:12).

La respuesta quizá no siempre sea la que habíamos deseado pero podremos ver en última instancia que era lo mejor para nuestras almas. De todos modos, habremos aprendido a ocuparnos más de la gloria de Dios que de la gratificación de nuestros propios deseos.

Extracto del libro: “¿Por qué lo permite Dios?” del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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