En BOLETÍN SEMANAL

Si estuviésemos persuadidos de que todo lo que el Padre celestial concede a sus elegidos por el Espíritu de regeneración le falta a nuestra naturaleza, no tendríamos respecto a esta materia motivo alguno de vacilación. Así habla el pueblo fiel por boca del Profeta «Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz’ (Sal. 36:9). Lo mismo atestigua el Apóstol cuando dice que «nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo» (1 Cor. 12:3). Y san Juan Bautista, viendo la rudeza de sus discípulos, exclama que nadie puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo (Jn. 3:27). Y que por «don» él entiende una revelación especial, y no una inteligencia común de la naturaleza, se ve claramente cuando se queja de que sus discípulos no habían sacado provecho alguno de tanto como les había hablado de Cristo.

Bien veo, dice, que mis palabras no sirven de nada para instruir a los hombres en las cosas celestiales, si Dios no lo hace con su Espíritu. Igualmente Moisés, echando en cara al pueblo su negligencia, advierte al mismo tiempo que no pueden entender nada de los misterios divinos si el mismo Dios no les concede esa gracia. «Vosotros», dice, «habéis visto… las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las señales y las grandes maravillas; pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír» (Dt. 29:2-4). ¿Qué más podría decir, si les llamara «leños» para comprender las obras de Dios? Por eso el Señor por su profeta promete como un singular beneficio de su gracia que daría a los israelitas entendimiento para que le conociesen (Jer. 24:7), dando con ello a entender evidentemente, que el entendimiento humano en las cosas espirituales sólo puede entender cuando es iluminado por Dios. Esto mismo lo confirmó Cristo con sus palabras, cuando dijo que nadie puede ir a Él sino aquel a quien el Padre lo hubiere concedido (Jn.6:44). ¿No es Él la viva imagen del Padre en la cual se nos representa todo el resplandor de su gloria?

Por ello no podía mostrar mejor cuál es nuestra capacidad de conocer a Dios, que diciendo que no tenemos ojos para contemplar su imagen, que con tanta evidencia se nos manifiesta. ¿No descendió Él a la tierra para manifestar a los hombres la voluntad del Padre? ¿No cumplió fielmente su misión? Sin embargo, su predicación de nada podía aprovechar sin que el maestro interior, el Espíritu, abriera el corazón de los hombres. Nadie va a Él, si no ha oído al Padre y es instruido por Él. Y ¿en qué consiste este oír y aprender? En que el Espíritu Santo, con su admirable y singular poder, hace que los oídos oigan y el entendimiento entienda. Y para que no nos suene a novedad, cita el pasaje de Isaías, en el cual Dios, después de haber prometido la restauración de su Iglesia, dice que los fieles que Él reunirá de nuevo serán discípulos de Dios (Is.54:13).

Si Dios habla aquí de una gracia especial que da a los suyos, se ve claramente que la instrucción que promete darles es distinta de la que Él mismo concede indistintamente a los buenos y a los malos. Por tanto, hay que comprender que ninguno entra en el Reino de los cielos, sino aquél cuyo entendimiento ha sido iluminado por el Espíritu Santo.

Pero san Pablo, más que nadie, se ha expresado claramente. Tratando a propósito de esta materia, después de condenar toda la sabiduría humana como loca y vana, después de haberla echado por tierra, concluye con estas palabras: «El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1 Cor.2:14). ¿A quién llama «hombre natural»? Al que se apoya en la luz de la naturaleza. Éste, en verdad, no entiende cosa alguna de los misterios espirituales. ¿Acaso porque por negligencia no les presta atención? Aunque con todas sus fuerzas lo intentara, nada conseguiría, porque hay que juzgar espiritualmente. Es decir, que las cosas recónditas solamente por la revelación del Espíritu son manifestadas al entendimiento humano, de tal manera que son tenidas por locura cuando el Espíritu de Dios no le ilumina. Y antes, el mismo apóstol había colocado por encima de la capacidad de los ojos, de los oídos y del entendimiento humano, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman, y hasta había declarado que la sabiduría humana es como un velo que nos impide contemplar bien a Dios. ¿Qué más? El mismo san Pablo dice que «Dios ha enloquecido la sabiduría del mundo» (1 Cor. 1:20). ¿Vamos nosotros a atribuirle tal agudeza, que pueda penetrar hasta Dios y los secretos de su Reino celestial? ¡No caigamos en tal locura!


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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