En BOLETÍN SEMANAL
​Soldado, atleta y siervoEn las palabras del Apóstol no hay vacilación ni desconfianza. Habla como si la corona fuera suya. Con plena y segura confianza, manifiesta su firme persuasión de que aquel Juez justo se la otorgará.

Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida. (2 Timoteo 4:6-8)

En las palabras de la Escritura vemos cómo el apóstol Pablo mira hacia tres direcciones: abajo, atrás y adelante. Abajo, hacia la sepultura; atrás, hacia su propio ministerio; adelante, hacia aquel día, el día del juicio. Nos hará bien el permanecer junto al Apóstol, y considerar sus palabras. ¡Cuán feliz el alma que puede mirar donde miró Pablo, y decir lo mismo que él dijo!

El Apóstol mira hacia abajo, hacia la sepultura, y sin temor nos dice: «Yo ya estoy para ser ofrecido». «Soy como el cordero que con cuerdas está atado a los cuernos del altar. La libación ya ha sido esparcida; las ceremonias y preparativos ya han finalizado. Sólo resta dar el golpe de muerte, y el sacrificio habrá terminado.»

«El tiempo de mi partida está cercano.» «Soy como una embarcación a punto de levar anclas y hacerse a la mar. A bordo todo está listo. Espero solamente que se levanten las anclas que me amarran a la orilla, y entonces me haré a la mar y empezaré mi viaje.»

Estas palabras son verdaderamente maravillosas por venir de un hijo de Adán como nosotros. La muerte es solemne, y más cuando la contemplamos de cerca. La tumba es sobrecogedora, nos aflige y nos turba, y es vano pretender que no encierra terrores. Pero aquí tenemos a una criatura mortal que con calma mira a la «estrecha casa destinada a todo viviente» y al borde de la misma dice: «Lo veo todo pero no tengo temor».

Pablo mira hacia atrás, a su vida de ministerio, y sin avergonzarse nos dice: «He peleado la buena batalla de la fe». Aquí nos habla como un soldado: «He luchado la buena batalla contra el mundo, la carne y el diablo, ante la que tantos se estremecen y vuelven sus espaldas». «He acabado la carrera». Aquí nos habla como alguien que ha corrido para obtener un premio. «He corrido la carrera que se me propuso, y pisado el terreno que se me marcó. Los obstáculos fueron grandes, pero no desistí; el sendero era largo, pero no me desanimé. Por fin ya puedo divisar la meta.»

«He guardado la fe». Aquí nos habla como un siervo: «He guardado fielmente el glorioso Evangelio que me fue confiado. No lo he pervertido con tradiciones humanas, ni he echado a perder su simplicidad añadiendo invenciones propias; además, a otros que trataban de adulterarlo les he resistido en la cara.» «Como soldado, atleta y siervo» -parece ser como si nos dijera- «no me avergüenzo.»

¡Dichoso el cristiano que estando a punto de abandonar el mundo puede dar un testimonio semejante! Aunque una buena conciencia no nos puede salvar ni lavar uno solo de nuestros pecados, a la hora de la muerte será fuente de consuelo. Hay un bello pasaje en «El Peregrino» que nos describe la manera cómo «Leal» cruzó el río de la muerte. «El río -nos dice Bunyan-, se había desbordado en algunas partes; pero en el curso de su vida Leal había pedido a Buena Conciencia que fuera a encontrarle allí, y ésta así lo hizo; una vez en la orilla del río, asió a Leal de la mano y le ayudó a cruzar las aguas.» Podemos estar seguros de que en este pasaje se encierra una mina de verdad.

Pablo mira hacia adelante, hacia el gran día del juicio, y sin duda de ninguna clase. Nos dice: «Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida.» Parece ser como si nos dijera: «Me aguarda una gloriosa recompensa: una corona que sólo se da a los justos. En el gran día del juicio el Señor me dará a mí esta corona. Y también a todos aquellos que le amaron como a un Salvador invisible y desearon ardientemente verle cara a cara. Mis labores en la tierra han terminado.»

Notemos como en las palabras del Apóstol no hay vacilación ni desconfianza. Habla como si la corona fuera suya. Con plena y segura confianza, manifiesta su firme convicción de que aquel Juez justo se la otorgará.   Pablo no dejó de considerar todas las demás circunstancias y acontecimientos que rodearán a aquel gran día, como son el gran trono blanco, la gran compañía de creyentes, la apertura de los libros, la revelación de todos los secretos, la terrible sentencia, la eterna separación de los salvos y de los perdidos; de todas estas cosas Pablo estaba al corriente. Pero ninguna de ellas le hacía vacilar; su fuerte fe las superaba y hacía que su mirada descansara únicamente en Jesús, Su Abogado todopoderoso, y en la sangre del pacto. «Me está guardada una corona», nos dice, y añade: «la cual me dará el Señor.» Habla como si todo esto ya lo viera con sus propios ojos.

Estas son las enseñanzas principales que podemos aprender de este pasaje bíblico. Sin embargo, yo sólo me ceñiré a un punto importantísimo que se desprende del mismo, y es el de la «seguridad de fe» con la que el Apóstol contempla las realidades del día del juicio.

Este punto lo trataré con gusto, no sólo por la gran importancia que atribuyo al tema de la seguridad de la salvación, sino también porque es un punto muy descuidado hoy en día. Pero al mismo tiempo emprendo el estudio del mismo con temor y temblor. Sé que me adentro en un terreno muy difícil, y que es muy fácil hacer declaraciones precipitadas y sin fundamento bíblico. En este tema el camino entre la verdad y el error viene a ser muy estrecho, y me sentiré satisfecho si puedo hacer bien a algunas personas sin hacer daño a otras.

No creo que me equivoque al decir que existe una estrecha relación entre la verdadera santidad y la seguridad de la salvación. Y en el estudio de este tema espero demostrar a mis lectores la naturaleza de tal conexión. De momento me contentaré diciendo que el creyente que ha alcanzado un alto grado de santificación, ha conseguido también un alto grado de seguridad y certeza de fe.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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