El amor de Dios es un amor soberano. Como Dios es Dios y por lo tanto no tiene obligaciones con nadie, es libre de amar a quien Él quiera. Él mismo lo ha declarado, diciendo: «A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí» (Ro. 9:13). Y también, con referencia a Israel: «No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres» (Dt. 7:7-8).
Si Dios es soberano en su amor, esto significa que su amor no puede ser influenciado por nada. Y si esto es así, es lo mismo que decir que la causa del amor de Dios descansa sólo en sí mismo. Él ama a quien desea. Esto resulta claro en ambos textos citados en el párrafo anterior. Es así que lo que importa no es que Jacob fuera más fácil de amar que Esaú y que Dios por lo tanto lo amó a él en vez de amar a su hermano, sino que Dios había puesto su amor sobre Jacob solo como un acto de su voluntad soberana. Esto lo dejó bien claro al elegir a Jacob en lugar de Esaú antes que los mellizos nacieran y, por lo tanto, antes que tuvieran la oportunidad de hacer algo bueno o malo. De manera similar, el versículo de Deuteronomio niega explícitamente que Dios amara a Israel por algo que tuviera, como su fuerza o su tamaño como nación (como nación no era nada grande). Lo que hace es afirmar que Dios los amó porque quiso amarlos.
Para la mayoría de las personas esta enseñanza no es nada popular, pero es la única manera como las cosas deben ser si Dios es verdaderamente Dios. Supongamos lo opuesto: que el amor de Dios está regulado por algo que no sea su Soberanía. En ese caso Dios estaría regulado por ese algo (sea lo que sea) y entonces estaría bajo su poder. Eso es imposible si todavía sigue siendo Dios. En las Escrituras no se menciona otra causa para el amor de Dios que no sea su voluntad electiva. Siempre dice «en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo adeptos en el Amado» (Ef. L5-6).
Un segundo principio relacionado con el carácter soberano del amor de Dios no es menos importante. Es el amor de Dios extendido hacia las personas. No se trata de una buena voluntad dirigida hacia todos en su conjunto y por lo tanto a nadie en particular, sino de un amor que separa a cada persona y la bendice específicamente y con abundancia. «El propósito del amor de Dios, formado desde antes de la Creación (comparar con Ef. 1:4), involucraba, primero, la elección y la selección de quienes serían bendecidos y, segundo, la asignación de los beneficios que les serían dados y los medios por el cual estos beneficios se podrían obtener y disfrutar…. El ejercicio del amor de Dios hacia cada pecador en el tiempo es la ejecución de su propósito de bendecir a esos mismos pecadores en la eternidad». Así escribe J. I. Packer.
Finalmente vemos que el amor de Dios es eterno. Del mismo modo que tendremos que encontrar su origen en la eternidad pasada, su final deberá encontrarse en la eternidad futura. En otras palabras, no tiene fin. Pablo escribe: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:35-39).
En el listado de Pablo hay dos «separadores» que pueden ser amenazas potenciales a una relación cristiana con el amor de Dios, y él niega la efectividad de ambos. El primer tipo se refiere a nuestros enemigos naturales como personas viviendo en un mundo imperfecto y ajeno a Dios: la pobreza, el hambre, los desastres naturales y la persecución. Estos no nos pueden separar. Al leer la lista y pensar en las experiencias de Pablo como ministro del evangelio, tomamos conciencia que estas palabras de seguridad no fueron dichas a la ligera. Pablo había tenido que soportar estos enemigos en carne propia (2 Co. 6:5-10; 11:24-33). Sin embargo, no lo había separado del amor de Dios, que es eterno. Tampoco nos separarán a nosotros si tuviéramos que pasar por dichos sufrimientos.
La segunda clase de enemigos es sobrenatural o, si preferimos decirlo de otra manera, está en la misma naturaleza de las cosas. En este caso Pablo lista la muerte, la vida, los ángeles, los poderes de satanás, y todo lo que pueda caer dentro de esta categoría. ¿Pueden separarnos del amor de Dios? Pablo responde que estas cosas tampoco nos pueden separar del amor de Dios, porque Dios es más que todas ellas.
Hay un último punto que debemos hacer. Cuando Pablo se aproxima al final de su afirmación sobre el carácter eterno y victorioso del amor de Dios, llega a la cumbre más elevada de su epístola. Habla «del amor de Dios, [que es] en Cristo Jesús». Esto nos lleva nuevamente al punto de partida, que el amor de Dios se puede ver en la cruz. Pero hay un pensamiento adicional: no sólo debemos mirar a Cristo en el sentido de ver como el amor de Dios se despliega en Él, sino que debemos realmente estar «en Él», en el sentido de una relación personal con Él por la fe, si es que queremos conocer ese amor. Entonces, la pregunta es la siguiente: ¿Lo conocemos de esta manera? ¿Hemos encontrado que el gran amor de Dios es un amor para nosotros por medio de la fe en el sacrificio de Cristo? ¿Jesús es nuestro Salvador y Señor personal?
Es la única manera de conocer el amor de Dios personalmente; por lo tanto, no hay realmente otra manera de conocer el amor de Dios. Debe comenzar por nuestro compromiso con Cristo. Dios ha decretado que sólo por Cristo los pecadores pueden conocer su gran amor, infinito, dadivoso, soberano y eterno.
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Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice