No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6:19-24).
Lo segundo que hace el pecado es cegar al hombre en ciertos aspectos vitales. Claro que esto se sigue por una especie de lógica inevitable. Si la mente no es siempre la que domina, por necesidad tendrá que haber una especie de ceguera. El apóstol Pablo lo dice de esta forma: “Si nuestro evangelio está aún encubierto, para los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos” (2 Cor. 4:3 y 4). Esto es precisamente lo que el pecado hace y lo hace a través del corazón. Se puede ver cómo nuestro Señor ilustra este principio en el breve pasaje que estamos examinando. El pecado ciega la mente del hombre para cosas que son perfectamente obvias; y por ello, si bien son tan obvias, el hombre que está en su pecado no las ve.
Tomemos este aspecto de los tesoros terrenales. Es muy evidente que ninguno de ellos perdura. No hace falta argumentar sobre esto; es la verdad clara. Examinamos algunos de estos tesoros en el capítulo anterior. La gente se enorgullece de su aspecto personal, pero este se deteriorará. Un día van a estar realmente enfermos, van a morir, y la descomposición se apoderará de todo. Tiene que suceder; y sin embargo las personas se enorgullecen de su cuerpo, y quizá incluso sacrifiquen su creencia en Dios por ello. Lo mismo ocurre con el dinero. No lo podemos llevar con nosotros al morir, y siempre estamos expuestos a perderlo. Todas estas cosas pasan; todas ellas por necesidad desaparecerán. Si el hombre se sienta a enfrentarse con todo eso, debe admitir que es la simple verdad; sin embargo, todos los que no son cristianos tienden a vivir basados en el presupuesto contrario. Se tienen celos y envidias unos de otros, lo sacrificarían todo por estas cosas —cosas que por necesidad terminarán y que tendremos que dejar. La situación verdadera es obvia, y sin embargo parece que no ven lo obvio. Si alguien se sienta y dice, “bien; aquí estoy hoy viviendo en este mundo. ¿Pero qué me va a suceder? ¿Cuál es mi futuro?”; lo más probable es que responda así: “Seguiré viviendo así probablemente unos años más, o quizá no; no lo sé. Quizá mañana ya no esté vivo, quizá no esté vivo dentro de una semana; no lo sé. Pero lo que sí sé con certeza es que todo terminará. Mi vida en este mundo concluirá. Tengo que morir; y al morir tengo que dejar todas estas cosas. Tendré que dejar mi casa, mis seres amados, mis bienes. Lo tengo que dejar todo y proseguir sin ello”. Sabemos que esta es la simple realidad. ¿Pero con qué frecuencia nos enfrentamos con ella? ¿Con qué frecuencia vivimos dándonos cuenta de esto? ¿Se dirige toda nuestra vida por la conciencia de esta verdad clara? La respuesta es que no; y la razón de ello es que el pecado cierra la mente del hombre a lo que es absolutamente obvio. Vemos a nuestro alrededor cambio y deterioro, y sin embargo parece que no lo percibimos.
El pecado también nos ciega al valor relativo de las cosas. Tomemos el tiempo y la eternidad. Somos criaturas temporales y vamos a pasar a la eternidad. No hay comparación entre la importancia relativa de lo temporal y lo eterno. Lo temporal es limitado y lo eterno es absoluto y sin fin. Sin embargo ¿vivimos conscientes de estos valores relativos? ¿No es también un hecho evidente que nos entregamos a cosas que son temporales y prescindimos por completo de las que son eternas? ¿Acaso no es cierto que todas las cosas por las que nos preocupamos tanto no durarán mucho, y que si bien sabemos que hay otras cosas que son eternas y perennes, muy pocas veces nos detenernos a pensar en ellas? Éste es el efecto del pecado: los valores relativos no se perciben.
O consideremos las tinieblas y la luz. No hay comparación entre ellas. No hay nada más maravilloso que la luz. Es una de las cosas más sorprendentes del universo. Dios mismo es luz y ‘no hay ningunas tinieblas en Él’. Sabemos qué clase de obras pertenecen a las tinieblas, las cosas que suceden en la oscuridad y bajo el manto de la noche. Pero en el cielo no habrá ni tiniebla ni noche. Allá todo es luz y gloria. ¡Pero qué lentos somos en percibir el valor relativo de la luz y las tinieblas! “Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”.
Pensemos también en el valor del hombre y de Dios. La vida entera, fuera del cristianismo, se valora en función del hombre. El hombre es a quien hay que tener en cuenta, hay que considerar su ser y su bienestar. Todos los que no son cristianos viven para el hombre, para sí mismos y otros como ellos. Y mientras tanto Dios queda en el olvido, se prescinde de Él. Se le dice que espere hasta que tengamos un poco más de tiempo. Ésta es, sin duda, una característica de todo el género humano afectado por el pecado. No vacilamos en volverle la espalda a Dios y decir, de hecho, “Cuando me encuentre enfermo o esté en el lecho de muerte, ya acudiré a Dios; pero ahora vivo para mí”. Colocamos nuestra vida mundana antes que a Dios. Esto es ceguera. La mente está ciega a los valores relativos. Pensemos en los hombres que ansían la riqueza terrenal, la posición y rango, y que colocan todo esto antes que el ser ‘herederos de Dios, y coherederos con Cristo’, antes que ser herederos del mundo entero. “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”. Pero los hombres no piensan en esto, no lo desean, tan ocupados están en las cosas inmediatas.
Pensemos todavía en otro aspecto acerca del cual el pecado y el mal ciegan la mente del hombre. Lo ciegan a la imposibilidad de mezclar extremos opuestos. Ahí está la raíz de todo. El hombre siempre está tratando de mezclar cosas que no se pueden mezclar. Peor todavía es el hecho de estar convencido de que lo puede conseguirlo. Está completamente seguro de que este compromiso es posible, y sin embargo nuestro Señor nos dice que no lo es. Si uno quisiera formularlo en forma filosófica, no tendría sino que acudir a Aristóteles y a su axioma de ‘no hay término medio entre dos términos contradictorios’. Los términos contradictorios son contradictorios y nunca se consigue un término medio entre ellos. Ahí lo tenemos. No hay mezcla posible entre luz y tinieblas. Si uno trata de hacerlo ya no es luz y ya no es tinieblas. Tampoco se puede mezclar a Dios y a las riquezas, porque nadie puede servir a dos señores. Es el uno, o es el otro, ‘porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro.’ Estos son absolutos, y si pudiéramos pensar con claridad, veríamos que es así. Ambos son totalitarios. Ambos exigen nuestra dedicación total, y por consiguiente no se pueden mezclar. Pero el hombre, por el pecado, y creyéndose inteligente, ve dos cosas al mismo tiempo; y se vanagloria de esta visión doble. Nuestro Señor, sin embargo, nos dice que no se puede hacer. No se puede amar al mismo tiempo dos cosas opuestas. El amor es excluyente, es exigente, y siempre insiste en lo absoluto. Es lo uno o lo otro; debe ser luz u oscuridad. Es Dios o las riquezas.
¿No es acaso el no reconocer esto la raíz de todos los problemas del mundo de hoy? Me temo que no es sólo el problema del mundo de hoy. ¿No es también el problema de la iglesia? La iglesia de Dios ya lleva tiempo tratando de mezclar cosas incompatibles. Si es una sociedad espiritual, entonces no podemos mezclar al mundo con ella de ninguna manera. No importa cuál sea la forma. ‘El mundo’ no significa sólo los pecados grandes; significa también cosas que son en sí mismas legitimas. Estas componendas constantes en la vida de la iglesia son lo que la han echado a perder desde el tiempo de Constantino. Una vez que se pierde la división entre el mundo y la iglesia, la iglesia deja de ser verdaderamente cristiana. Pero, gracias a Dios, ha habido avivamientos, ha habido personas que han visto esta verdad y que se han negado a los compromisos, como la única esperanza de la iglesia. Hemos tratado de sostenerla con métodos mundanos, por ello no sorprende que esté como está. Y seguirá estando así mientras sigamos intentando lo imposible. Sólo cuando nos demos cuenta de que somos el pueblo de Dios, un pueblo espiritual, y que vivimos en el reino del Espíritu, seremos bendecidos y comenzaremos a ver un avivamiento espiritual. Podemos introducir nuestros métodos mundanos, y puede parecer que tengamos éxito, pero la iglesia no mejorará. ¡No! La iglesia es espiritual, y su vida espiritual debe alimentarse y sostenerse de una manera puramente espiritual.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones