En el Primer Título de la Doctrina, art. VI, leemos: «… Que Dios, en el tiempo, a algunos dote de la fe y a otros no, procede de Su eterno decreto. “Conocidas son a Dios desde el siglo todas sus obras” (Hch. 15:18), y: “hace todas las cosas según el designio de Su voluntad” (Ef. 1:11).
Con arreglo a tal decreto ablanda, por pura gracia, el corazón de los predestinados, por obstinados que sean, y los inclina a creer; mientras que a aquellos que, según Su justo juicio, no son elegidos, los abandona a su maldad y obstinación. Y es aquí donde, estando los hombres en similar condición de perdición, se nos revela esa profunda, misericordiosa e igualmente justa distinción de personas, o decreto de elección y reprobación revelado en la Palabra de Dios. La cual, si bien los hombres perversos, impuros e inconstantes la tuercen para su perdición, también da un increíble consuelo a las almas santas y temerosas de Dios.»
Así pues, puedes ver que la elección y la reprobación son como las dos caras de la misma moneda. Son la contrapartida la una de la otra y no puedes tener la una sin la otra, no puedes aceptar la una sin aceptar la otra. Y esto es cierto, porque en la pauta de la lógica de Dios las dos son inseparables.
Al propio tiempo, no se puede dejar de considerar varias proposiciones que demuestran que la condenación de Dios sobre los reprobados es justa total y absolutamente.
Primero, Dios no es la causa de que ningún hombre peque. Esto queda claro en todas las Escrituras. Dios aborrece el pecado, es una abominación a la vista del Señor y una pestilencia al olfato divino. El pecado es la causa de la muerte y el infierno. Y los hombres pecan, no porque Dios desee que ellos pequen –bien lejos de ello– sino porque el mal reside en sus propios corazones, a causa de su desconfianza de Dios y su rebelión contra Dios. Por tanto, los hombres llevan sobre sí su propia condenación.
Segundo, Dios permite que algunos permanezcan en sus pecados, y en consecuencia en su estado de perdición. Pero no porque Dios se alegre del estado de perdición de algún alma, El propio Dios habló mediante el profeta Ezequiel sobre este punto, diciendo: «Vivo yo, dice el Señor Dios, que no quiero la muerte de los malvados» (33:11).
Tercero: si los hombre están perdidos eternamente, es debido no a ninguna dureza en el corazón de Dios, sino más bien a la dureza que hay en el corazón del hombre. Pablo aclara este punto en su Epístola a los Romanos (1:28) donde escribe: «Y como ellos no quisieron tener en cuenta a Dios, Dios les entregó a una mente depravada, para hacer cosas que no convienen.» Dios les dio una mente depravada porque ellos rehusaron tener a Dios en cuenta.
«No es culpa del Evangelio, ni del ofrecimiento de Cristo; ni de Dios que llama a los hombres mediante el Evangelio, y que confiere sobre ellos varios dones, el que aquellos que son llamados por el ministerio de la Palabra rehúsen venir y ser convertidos. La falta yace en ellos mismos, en aquellos que son llamados y sin preocuparles el peligro rechazan la Palabra de vida; y otros, aunque la reciben, momentáneamente no deja una marca impresa que perdure en sus corazones; así pues, su alegría, surgida solamente de una fe temporal, pronto se desvanece y vuelven a caer, mientras que otros ahogan la semilla de la Palabra por entregarse a los placeres del mundo, y no produce fruto. Esto es lo que nos enseña nuestro Salvador en la parábola del sembrador (Mateo 13).» Tercero y Cuarto Títulos de la Doctrina, art. IX.
Cuarto, si hubiese alguno que gritase contra esta verdad de Dios, que escuche las palabras de Cristo: «¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?» (Mateo 20:15). Repitamos también las inspiradas palabras de Pablo: «Oh hombre, ¿quién eres tú para altercar con Dios?» (Romanos 9:20).
Finalmente, siempre habrá quienes pregunten: ¿Por qué Dios no salva a todos los hombres? Pero esta no es la pregunta que los hombres debieran hacer. La tremenda, maravillosa y asombrosa pregunta que los hombres tendrían que hacerse, es ésta: ¿Por qué Dios salva a algunos? Esta es la pregunta que deberíamos rectamente plantearnos y hacer que nuestras almas temblaran de emoción y gratitud: ¿Por qué Dios salva a algunos?
El Primer Título de la Doctrina, art I, hace resaltar: «Puesto que todos los hombres han pecado en Adán y se han hecho culpables de maldición y muerte eterna, Dios no habría hecho injusticia a nadie si hubiese querido dejar a todo el género humano en el pecado y en la maldición, y condenarlo a causa del pecado, según estas expresiones del apóstol: “… Para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios…”; «… por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:19, 23). Y: “Porque la paga del pecado es muerte…”» (Rom. 6:23).
Si Dios me hubiese condenado a un infierno eterno, habría sido mejor que lo que yo merezco. Si Dios te hubiese condenado al infierno eterno, habría sido mejor de lo que mereces. No importa cuán grande sea la condenación que Dios decreta sobre cualquier hombre, es una suerte mejor que la que merece. Por tanto, la gran pregunta que debería estremecer mi alma, es esta: ¿Por qué Dios me salvó?
Y yo glorificaré más a Dios, no solo en este mundo, sino en el que viene después, porque sé que fue sólo por un acto soberano de su gracia y misericordia, que el Hijo de Dios entregase su vida sobre la cruz por mi redención.
Yo glorificaré más a Dios, porque sé que cuando el Hijo de Dios colgaba en la cruz, Él lo hizo no para algún individuo que lo aceptase, sino específicamente por mí, y particularmente por todo otro hijo de Dios.
Si se nos hubiera permitido observar la forma en que Él hizo su camino hacia el Calvario aquel día, y hubiésemos sido capaces de ver con los ojos de la fe, habríamos visto que incluso al mismo tiempo de la vieja y pesada cruz que yacía sobre Sus hombros, Él llevaba sobre Su mano el Libro de la Vida del Cordero. Pronto atravesaron la carne de aquella mano con un gran clavo, pero Sus dedos continuaron aferrados al Libro, el libro en el cual están escritos todos aquellos que pertenecen a Dios.
¡Mi nombre estaba en aquel libro! ¡Sí, lo estaba! ¡Sé que lo estaba! Pero no a causa de nada que yo haya hecho. No porque influya cualquier cosa que yo haya creído. No a causa de cualquier palabra que yo haya pronunciado, ni tiene que ver con ello cualquier cosa que jamás haya yo podido hacer; sino sólo porque Dios, con su soberana gracia y misericordia tuvo a bien escribir mi nombre en sus páginas.
Sólo esto hace que yo glorifique a Dios al máximo. Porque sé que cuando la ira de Dios descendió sobre Él mientras colgaba de la cruz, la profundidad y violencia de la ira de Dios eran de lo más temible, a causa de que mi pecado fue añadido a la carga que Él soportaba sobre la cruz. Sé que cuando la oscuridad descendió mientras Él estaba colgado en la cruz, tal oscuridad se hizo más profunda, más terrible, porque mis pecados fueron añadidos a aquellos que Él soportaba en su propio cuerpo mientras colgaba allí. Cuando la tierra tembló bajo la cruz, y la tierra y el mar fueron sacudidos por la infinita ira de Dios, yo sé que la ira de Dios contra mi pecado era añadida a los pecados de todos aquellos que eran crucificados con Cristo en aquel día. Cuando Él descendió al infierno, yo sé que Él tuvo que dar aquel paso adicional a causa de mi pecado. Un paso más hacia el abismo, un paso más hacia el lago que arde con fuego siempre y para siempre; un paso adicional a este hoyo sin fondo del infierno, porque mi nombre estaba en el Libro de la Vida cuando pagó mi cuenta a la justicia de Dios.
Como dice el viejo cantar espiritual de los negros:
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?
¿Estabas allí cuando le clavaron en la cruz?
¡Oh! A veces tiemblo, tiemblo…
¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?
Cuando me di cuenta de que Él fue a la cruz a causa de mis pecados, porque llevaba sobre su propio cuerpo mi pecado, porque mi nombre estaba escrito en el Libro, la gratitud inunda mi espíritu y alabo a Dios con un fervor nacido de Su Espíritu.
Si eres un hijo de Dios, es preciso que hagas la misma confesión. Tienes que saber que estabas dentro de la oscuridad más profunda y que fuiste sacado de allí porque tu nombre estaba escrito en el Libro. Tienes que saber que la ira de Dios fue más terrible, y la agonía que soportó fue más intensa, porque Él llevó tus pecados en la cruz.
¿Hay algo de maravilloso en que glorifiquemos a Dios por esta tan grandísima redención que Dios llevó a cabo en Cristo por nosotros? ¿Puede extrañar o maravillar a alguien que cantemos?:
Oh, con mil lenguas alabaré el nombre de mi Redentor,
Las glorias de mi Dios y Rey, y los triunfos de Su gracia.
Que mi bondadoso Señor y Dios me ayuden a proclamar
Y expandir por todo el universo honores a tu Nombre.
Bendito y santo es tu nombre: Señor de los señores, Rey de reyes;
bendito y único poderoso Dios eterno,
en los pliegue de cuya voluntad soberana
están reunidos y amparados todos los elegidos de Dios.
En todo tiempo alabaré El nombre de Jesús,
Las glorias de mi Redentor, Los triunfos de la cruz.
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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por Gordon Girod