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Partiendo de la intensidad del ataque diabólico contra la herencia celestial, vemos la necesidad de perseverar en la lucha. Ahora una amonestación para cuatro clases de personas:

1) Los que se niegan a luchar. Muchos, en lugar de tomar el Cielo por la fuerza, lo evitan con la fuerza. ¿Cuánto tiempo lleva el Señor clamando en las calles: “¡Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado!”? Pero hasta el día de hoy son millones los que corren locamente hacia el Infierno, y no están dispuestos a dar la vuelta. Se niegan voluntariamente a ser llamados hijos de Dios. Escogen los placeres del pecado por encima de las riquezas del Cielo, prefiriendo morir en sus transgresiones a admitir la necesidad que tienen del perdón de Cristo.

¡Orgullo necio! Un paralelismo histórico ilustra la incoherencia de tal pensamiento. Catón y César eran grandes enemigos. Cuando César asumió el poder, Catón supo que tendría que apelar a su archienemigo para salvar su vida. Pero en lugar de humillarse, se suicidó. Al oír la noticia, César dijo: “¡Ay, Catón! ¿Por qué me quitaste el honor de perdonarte la vida?”.

¿No andan muchos como escatimándole a Cristo el honor de salvar sus almas? ¿Qué otra razón puedes dar, tú pecador, para rechazar su gracia? ¿Acaso te son repugnantes el Cielo y la felicidad? ¿Puedes decir honradamente que no los quieres? ¿Entonces por qué no aceptarlos? ¡Piensa lo que estás haciendo! Luchas contra la vida eterna, y al hacerlo te declaras indigno de ella (cf. Hch. 13:46).

2) Los que se olvidan de luchar. Te costaría trabajo encontrar una persona que no se regocijara finalmente en la salvación de su alma. ¿Pero dónde está el cristiano que demuestra su entrega mediante su gran esfuerzo? Si el deseo trajera la vida eterna, la mayoría estarían contentos de entrar por la puerta del Cielo; pero si esto significa luchar, y hacer de la fe su prioridad, entonces no están tan seguros. Son demasiados los que malgastan la vida deseando que el camino al Cielo fuera más fácil, pero reacios a buscar la gracia necesaria para la empresa. Necesitan entender que la lucha por el Señor promete una victoria segura, mientras que pelear contra Él garantiza el fracaso.

La desdicha de los condenados se aumentará cuando comprendan plenamente aquello que perdieron al perder a Dios, y al recordar todos los medios que se les ofrecieron para obtener la vida eterna. Cuando ya sea tarde, lamentarán no haber querido aceptar el ofrecimiento de Cristo.

3) Los que fingen luchar. Estos son los que arman mucho ruido con su religión, pero que en secreto han puesto sus corazones en metas terrenales. Fingen dirigirse al Cielo, pero su corazón está lleno de hipocresía. Estos engañadores son como el águila que, al volar más alto, fija la vista en la presa carnal de la tierra.

Los hipócritas siempre han sido, y siempre serán, parte de la muchedumbre que entra a la iglesia y se mezcla con los hijos de Dios. Su lenguaje es puro, su servicio admirable; pero su corazón está revestido de engaño. Peor aún, se engañan a sí mismos. El mundo puede llamarlos cristianos equivocadamente, pero Cristo sabe que son demonios. ¿Qué dijo el Señor de Judas, el hipócrita supremo? “¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es demonio?” (Jn. 6:70).

De todos los demonios, ninguno es tan malo como el que profesa ser cristiano: el demonio que predica y ora. Dios ha mostrado repetidamente su desagrado severo cuando su pueblo ha prostituido lo sagrado para fines mundanos. De todos los hombres, Dios disciplina antes a aquel que disfraza los asuntos mundanos y malos con pretensiones santas. El Señor ha hecho una solemne promesa: “Pondré mi rostro contra aquel hombre, y le pondré por señal y por escarmiento, y lo cortaré de en medio de mi pueblo; y sabréis que yo soy Jehová” (Ez. 14:8).

4) Los que estorban la lucha de los demás. Entre los ladrones a menudo hay un explorador que indaga dónde puede encontrarse el botín. Es el cerebro detrás de toda operación ilícita, pero nunca arriesga su propia piel cometiendo él mismo el crimen. El diablo sigue esa misma táctica, vigilando cómo anda el cristiano, adonde va y en compañía de quién. Luego decide cuál es la mejor forma de despojarle de su virtud.; y una vez trazado el plan, manda a otro para que lo lleve a cabo. Así es como envió a los amigos de Job —y hasta a su mujer— para tentarlo; o mandó a la esposa de Potifar para que engatusase a José.

Amigo, pregúntate a ti mismo si alguna vez has prestado al diablo un servicio de este tipo. ¿Has tenido quizá un hijo cuyo corazón se enterneció en cuanto a Dios, pero tú estabas demasiado ocupado para llevarlo al culto o enseñarle el camino del Señor? Tal vez ahora sea adulto y ya no tenga tiempo para los asuntos de Cristo. O bien tu cónyuge estaba lleno de entusiasmo y fe, pero el convivir con tu espíritu frío y tu actitud amarga ha ahogado la llama que antes ardía tan viva.

¿Cómo será la acusación que se te haga cuando aparezcas ante el tribunal en el Día del Juicio? No te bastó con rechazar tú mismo a Cristo; tuviste que intimidar a quienes querían batirse por llegar al Cielo. ¡Qué terrible delito! Así “atesoras para ti mismo ira para el día de la ira” (Rom. 2:5).

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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