A los creyentes Dios les imparte una medida de su propia santidad en dos sentidos. Nunca podremos ser santos en el sentido del "Plenamente Otro" como Él es; pero somos separados para Él por medio de Cristo para ser sus santos.

¿Qué tenemos que hacer, entonces, nosotros que somos pecadores pero que nos confrontamos con el Santo Dios? ¿Seguiremos nuestro camino? ¿Haremos todo lo posible? ¿Le daremos nuestras espaldas al Santo? Si no fuera porque Dios ha elegido que hagamos algo con respecto a nuestra condición, eso sería todo lo que podríamos hacer. Pero la gloria del cristianismo radica en el mensaje de que el Dios Santo ha hecho algo. Ha realizado lo que era necesario hacer. Nos ha abierto un camino a su presencia mediante el Señor Jesucristo; y al emprenderlo, lo impuro se convierte en santo y puede habitar con Él.

Al llegar a este punto podemos volver a la ilustración del tabernáculo en el desierto. El tabernáculo intentaba mostrar el abismo que existía entre la santidad de Dios frente a los seres humanos y su pecado. Pero también servía para ilustrar cómo ese abismo podía ser superado. En los tiempos del Antiguo Testamento esa superación era simbólica. En el sacrificio de los animales el pecado del pueblo simbólicamente se transfería a la víctima inocente, que moría en lugar del adorador. Por eso era que el sumo sacerdote debía realizar primero un sacrificio por sí mismo, y luego otro por el pueblo antes de entrar al lugar santísimo el Día de la Expiación. Pero si bien el simbolismo era vívido e importante, no era la muerte de los animales, no importa cuántos, lo que limpiaba el pecado. La única y verdadera expiación sería provista por el Señor Jesucristo quien, cual Cordero de Dios perfecto, murió en el lugar de los pecadores. Además, no eran solamente los sacrificios lo que prefiguraba su obra. Cada parte del tabernáculo, el altar, la fuente, el candelero, el incienso, el pan de la proposición, y todo lo demás dentro del lugar santo estaba prefigurando algo. Para decirlo en otros términos, por medio de Él nuestros pecados son lavados; Él es la luz del mundo; Él es el pan de vida; Él es el centro de nuestra adoración mediante la oración, y Él es nuestro sacrificio; un sacrificio suficiente, único y para siempre.

Y Cristo es verdaderamente suficiente. Cuando cargó con nuestro pecado tomando nuestro lugar y fue, por lo tanto, judicialmente separado de la presencia del Padre -en ese preciso instante Dios mismo rasgó el velo del templo en dos, de arriba a abajo, señalándonos así que el camino a su presencia, al lugar santísimo, ahora estaba abierto a todos aquellos que vienen a Él mediante la fe en Cristo, como Él lo reclama-. A los que vienen, Dios les imparte una medida de su propia santidad en dos sentidos. Nunca podremos ser santos en el sentido del «Plenamente Otro» como Él es; pero somos separados para Él por medio de Cristo para ser sus santos, y luego para ser hechos justos en la práctica, y cada vez más en la medida que su naturaleza gradualmente transforma nuestro ser.

Son muchas las consecuencias para los que vienen al conocimiento del Santo. Primero, aprenderán a odiar al pecado. No odiamos el pecado naturalmente. Por el contrario, sucede todo lo opuesto. Por lo general, amamos al pecado y somos renuentes a abandonarlo. Pero debemos aprender a odiar al pecado; de lo contrario, aprenderemos a odiar a Dios quien reclama de los seguidores de Cristo una vida en santidad. Vemos que existía mucha tensión durante la vida del Señor Jesucristo. Algunos, viendo su santidad, llegaron a odiar al pecado y se convirtieron en sus seguidores. Otros, viéndolo, le odiaron y finalmente lo crucificaron.

Segundo, los que han alcanzado el conocimiento del Santo mediante la fe en el Señor Jesucristo aprenderán a amar su justicia y lucharán por ella. Estas personan suelen necesitar ser animadas. El apóstol Pedro escribió en su día: sino, como Aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque Yo soy santo» (1 P. 1:15-16). No dice «Sed santos como Yo soy santo». Ninguno de nosotros seríamos capaces de eso. No podemos ser santos en el mismo sentido que Dios es santo. Pero podemos ser santos en un caminar justo y recto delante de él.

Tercero, debemos aguardar el día en que la santidad de Dios pueda ser conocida en su plenitud por todos los hombres, y regocijarnos con anticipación a ese día. Si no hubiésemos venido a Dios mediante la fe en Cristo, ese día sería terrible. Significaría que nuestros pecados serían expuestos y juzgados. Habiendo venido a Él, significa que nuestra salvación será completa porque seremos hechos como Jesús. Seremos como Él es, en santidad y en todo otro sentido, «seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2).

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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