«Pelea la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6:12)
Deseo que todo aquel que quiere ver al Señor y busca la santidad, se dé cuenta de la terrible lucha que ha de entablar. Es una contienda que, aunque es espiritual, implica una severidad y realidad extremadamente patente. Requiere valor, determinación y perseverancia. Pero aun siendo así deseo que mis lectores se percaten de que hay grandes alicientes en esta lucha. No es sin motivos que la Escritura llama a la pelea cristiana la «buena batalla». ¿Cuáles son las razones por las que la pelea cristiana es una «buena batalla»?
[Continuamos con las razones del artículo anterior…]Es buena por cuanto no registra víctimas. Es realmente una lucha dura en la que se desarrollan tremendas contiendas, conflictos agonizantes, heridas, desvelos y fatigas. Pero aun así, cada creyente, sin excepción, «es más que vencedor por medio de Aquel que nos amó.” (Romanos 8:37.) Ninguno de los soldados de Cristo se perderá, desaparecerá, o será encontrado muerto en el campo de batalla. No se conocerá el duelo, porque ninguno de los oficiales o soldados caerá abatido. Cuando se pase lista en aquel gran día del fin del mundo se podrá apreciar que ninguno de los soldados de Cristo dejará de responder. La guardia inglesa marchó desde Londres a Crimea, pero muchos de los pertenecientes a este formidable y gallardo regimiento jamás regresaron a Londres; sus huesos fueron depositados en tierra extraña. Diferente será la llegada del ejército cristiano a la «ciudad con fundamento, cuyo arquitecto y constructor es Dios.” (Hebreos 11:10.) Ninguno de los soldados de Cristo faltará. Las palabras de nuestro gran Capitán se cumplirán: «De los que me diste, ninguno de ellos perdí.” (Juan 18:9.) No hay duda, ¡es una buena batalla!
Es buena por cuanto hace bien al alma del que lucha. Todas las guerras despiertan una tendencia a lo bajo y a lo inmoral, desatan las más bajas pasiones del hombre y endurecen la conciencia a la par que minan los fundamentos de la religión y la moralidad. Pero en la batalla cristiana sucede todo lo contrario: desarrolla y saca a relucir lo mejor que todavía queda en el hombre. Promueve la humildad y la caridad; atenúa el egoísmo y la mundanalidad; e induce a los hombres a poner sus afectos en las cosas de arriba. Ni los ancianos, ni los enfermos, ni los moribundos, se arrepienten de haber luchado en la batalla de Cristo contra el pecado, el mundo y el diablo. Lo único que les pesa es el no haber servido a Cristo mucho antes. La experiencia de aquel gran santo, Philip Henry, no es única. En los últimos días de su vida dijo a sus familiares: «Deseo que os acordéis de esto siempre: una vida al servicio de Cristo, es la vida más feliz a la que el hombre pueda aspirar aquí en la tierra.» No hay duda, ¡es una buena batalla!
Es buena por cuanto hace bien al mundo. Los efectos de todas las demás guerras son devastadores. La marcha de un ejército a través de un país es un azote para sus habitantes; allí por donde va es causa de pobreza, perjuicio y daño; es motivo de agravio para la gente, y es culpable de destrozos a la propiedad y de atentados a la moralidad. ¡Cuán distintos son los efectos que produce la marcha de los soldados cristianos! Allí donde estén son motivo de bendición; hacen elevar el nivel espiritual de la gente y la moralidad de las masas; restringen el impacto del alcoholismo, frenan la corrupción y la deshonestidad. Aún sus enemigos se ven constreñidos a respetarlos. En cualquier parte donde haya cuarteles y guarniciones militares veremos que su influencia sobre el vecindario no es buena, pero donde haya un grupo de creyentes, por pequeño que éste sea, habrá bendición en torno al mismo. No hay, por tanto, duda, ¡es una buena batalla!
Finalmente, es buena por cuanto termina con una gloriosa recompensa para todos los que han luchado. ¿Quién puede evaluar la recompensa que Cristo concederá a su pueblo fiel? ¿Quién puede formarse una idea adecuada de las buenas cosas que el Divino Capitán ha preparado para aquellos que le confiesan delante de los hombres? La gratitud de un país hacia sus valerosos soldados puede traducirse en medallas, cruces, pensiones, honores y títulos de nobleza; pero no puede otorgar nada que dure para siempre y que pueda llevarse más allá de la sepultura. Los grandes y suntuosos palacios de la tierra sólo pueden disfrutarse por unos años. Los soldados y generales más valientes de la tierra tendrán que comparecer un día ante el Rey de los Terrores. Mejor, mucho mejor, es la posición de aquel que lucha bajo la bandera de Cristo en contra del pecado, del mundo y del diablo. Quizá reciba poca honra en esta tierra, pero un día recibirá algo mucho mejor, que nunca podrá perder: recibirá una «corona incorruptible de gloria.” (1 Pedro 5:4.) No hay duda, ¡es una buena batalla!
Fijemos, ya de una vez para siempre en nuestras mentes, el hecho de que la batalla cristiana es una buena batalla; es buena, realmente buena, enfáticamente buena. Solamente vemos parte de la misma; vemos la lucha, pero no el fin; vemos la cruz, pero no la corona. Vemos a unos pocos soldados cristianos -humildes, penitentes, de corazón compungido-, orando, sufriendo penalidades y siendo despreciados por el mundo; pero no vemos la mano de Dios sobre ellos, ni que el rostro del Dios les sonría, ni el reino de gloria que está preparado para ellos. Todas estas cosas aún han de manifestarse. Pero no juzguemos por las apariencias. Hay más cosas buenas en la batalla cristiana de las que podamos ver.
Terminaré el tema con unas palabras de aplicación práctica. Vivimos en un tiempo cuando parece ser que el mundo no piensa en otra cosa que en batallas y luchas. La carrera de armamentos que las naciones de la tierra desarrollan es frenética. Es conveniente, por tanto, que en tales circunstancias los siervos del Evangelio recuerden a la gente que hay una batalla espiritual contra el pecado, el mundo y el diablo.
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle