Los pecados individuales no son sólo producto de nuestra propia creación, sino que también forman parte del único y poderoso pecado de toda la especie, el pecado original, en contra del cual se encendió la ira de Dios. No sólo participamos de este pecado a medida que crecemos, por un acto de la voluntad; ya era nuestro en la cuna, en el vientre de nuestra madre, así es, incluso en nuestra concepción. La Iglesia de los redimidos de Dios nunca podrá negar esta terrible confesión, “Concebido y nacido en pecado.”
Es por esta razón que la Iglesia siempre ha establecido este nivel de presión sobre la doctrina de la culpa heredada, tal como lo declarado por San Pablo en Rom. 5. Nuestra culpa heredada no surge a partir del pecado heredado; por el contrario, somos concebidos y nacemos en pecado, debido a que somos parte de la culpa heredada. La culpa de Adán se imputa a todos los que estaban en sus entrañas. Adán vivió y cayó como nuestro representante natural.
Nuestra vida moral tiene una relación directa con su vida moral. Estuvimos en él. Él nos transportó dentro de sí mismo. Su estado determinó nuestro estado. De ahí que, por el juicio justo de Dios, su culpa fue imputada a toda su posteridad; por tanto, por la voluntad del hombre, ella debería nacer sucesivamente de sus entrañas. Es en virtud de esta culpa heredada que somos concebidos en pecado y nacemos dentro de la participación de pecado. Dios es nuestro Creador, y de Sus manos nosotros emergimos puros y sin mancha. Enseñar lo contrario, es hacerlo a Él el autor del pecado individual y destruir el sentido de culpa que alberga nuestra alma. De ahí que el pecado, particularmente el pecado original, no se origina como obra de Dios en nuestra creación, sino por nuestra relación vital con la especie pecaminosa. Nuestra persona no procede de nuestros padres. Esto se encuentra en conflicto directo con la indivisibilidad de espíritu, con la Palabra de Dios, y su confesión de que Dios es nuestro Creador, “quien también me ha hecho.”
Sin embargo, toda creación no es una misma cosa. Existe creación indirecta y creación inmediata. Dios creó la luz por creación de forma inmediata, pero el césped y la hierba, indirectamente, pues brotan de la tierra. La misma diferencia existe entre la creación de Adán y la de su posteridad. La creación de Adán fue inmediata: no la de su cuerpo, que fue tomado del polvo; sino la de su persona, el ser humano llamado Adán. Su posteridad, sin embargo, es una creación indirecta, pues cada concepción queda sujeta a la voluntad del hombre. Por esta razón es que, aun cuando emergemos de la mano de Dios puros y sin mancha, al mismo tiempo nos convertimos en partícipes de la culpa de Adán que nos ha sido heredada e imputada; y en virtud de esta culpa heredada, Dios nos lleva a la comunión con el pecado de la especie a través de nuestra concepción y nacimiento. Cómo se da lugar a esto, constituye un misterio insondable; pero es un hecho que, mediante nuestra creación, la cual comienza con la concepción y termina con el nacimiento, nos convertimos en partícipes del pecado de toda la especie.
Y ahora, con referencia a la Persona de Cristo, todo depende de la pregunta sobre si la culpa de Adán fue también imputada a Jesucristo hombre. Si es así, entonces en virtud de esta culpa original, Cristo fue concebido y nació en pecado, como todos los demás hombres. Y donde se encuentre culpa original imputada, debe existir corrupción pecaminosa. Pero, por otra parte, donde no se encuentra, la corrupción pecaminosa no puede existir; por esta razón, es que Aquel que es llamado santo e inocente debe ser sin mancha. La culpa de Adán no fue imputada a Jesucristo hombre. De haberlo sido, entonces Él también habría sido concebido y nacido en pecado; de ese modo, Él no sufrió por nosotros, sino por Sí mismo; entonces, no puede haber sangre de reconciliación. Si la culpa original de Adán fue imputada a Jesucristo hombre, entonces, en virtud de Su concepción y nacimiento pecaminosos, Él también estuvo sujeto a la muerte y a la condenación; y sólo pudo haber recibido vida a través de la regeneración. Por lo tanto, se desprende también que, o bien este Hombre se encuentra en Sí mismo necesitado de un Mediador, o que nosotros mismos así como Él, podemos entrar a la vida sin un Intermediario.
Sin embargo, toda esta representación no tiene fundamento y debe ser rechazada sin reservas. Toda la Escritura se opone a ella. La culpa de Adán es imputada a su posteridad. Pero Cristo no es un descendiente de Adán. Él existió antes de Adán. Él no nació pasivamente como nosotros, sino que Él mismo tomó la carne humana sobre Sí. Él no se encuentra bajo Adán, ni lo tiene como Su cabeza, sino que Él mismo es una nueva Cabeza que tiene otras bajo Él, y de quienes dijo: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio” (Heb. 2:13). Es cierto que Lucas 3: 23 contiene la genealogía de José, la que culmina con las palabras, “El hijo de Adán, el hijo de Dios,” pero el evangelista añade enfáticamente “según se creía,” por lo tanto, Jesús no era el hijo de José en realidad. Y en Mateo, Su genealogía se detiene en Abraham. Aunque San Pedro dice en Pentecostés, que David conocía que Dios levantaría a Cristo de su descendencia, a pesar de eso él agrega esta limitación: “en cuanto a la carne.”
Más aun, dando cuenta de que el Hijo no asumió una persona humana, sino la naturaleza humana, de modo que Su Ego es el de la Persona del Hijo de Dios, se deduce necesariamente que Jesús no puede ser descendiente de Adán; por lo tanto, el imputar a Cristo de la culpa de Adán destruiría la Persona divina. Tal imputación se encuentra absolutamente fuera de cuestión. A Él nada se Le ha imputado. Los pecados que cargó, Él mismo los tomó voluntariamente sobre Sí, por nosotros, en su rol de Sumo Sacerdote y Mediador
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper