Todos aquellos que se consideran salvos porque tienen emociones santas, o porque se consideran menos pecadores, ya que asumen que estan progresando en la santificación, todos ellos, no importa cuán distintos puedan ser en todo otro orden de cosas, poseen esto en común: que insisten en ser valorados de acuerdo a sus propias declaraciones, y no de acuerdo a cómo Dios los tiene en cuenta. En vez de dejar, como criaturas dependientes que son, el honor de determinar su propio estatus a su Rey soberano, se sientan como jueces para determinarlo ellos mismos, de acuerdo a su propio progreso en buenas obras.
Y no sólo esto, sino que también le quitan importancia a la redención que es en Cristo Jesús, y a la realidad de la culpa por la cual Él pagó. Aquel que sostiene que Dios debe tener en cuenta a un hombre de acuerdo a lo que es, y no de acuerdo a cómo Dios lo ve, jamás podrá entender cómo el Señor Jesús pudo cargar con nuestros pecados, y ser hecho “maldición” y “pecado” por nosotros. Esta persona interpreta la carga de sus pecados en el sentido de una camaradería física o ética, y busca la reconciliación, no en la cruz de Cristo, sino en Su pesebre, como muchos en realidad hacen en estos días.
Con seguridad, dicen, hay manchas heredadas, tomadas en un sentido maniqueo, pero ninguna culpa original. Porque, ¿cómo podría asignarse a nosotros la culpa de un hombre muerto? Es evidente, por lo tanto, que por esta desconsiderada y atrevida negación del derecho de Dios, no sólo se desarticula la justificación, sino que también la estructura completa de la salvación es despojada de su fundamento.
¿Y por qué ocurre esto? ¿Es porque la conciencia humana no puede concebir la idea de ser contados de acuerdo a lo que no somos? Nuestras ilustraciones de la vida social muestran que los hombres entienden fácilmente y aceptan diariamente tal relación en los asuntos ordinarios. La causa profunda de esta incredulidad yace en el hecho de que el hombre no va a descansar en el juicio de Dios sobre él, sino que buscará descansar en su propia estimación de sí mismo; porque esta estimación se considera un escudo más seguro que el juicio de Dios respecto a él; y que, en vez de vivir con los reformadores por la fe, trata de vivir por las cosas encontradas dentro de sí.
Y de esto la cristiandad debe regresar. Esto nos lleva de vuelta a Roma; esto es renunciar a la justificación por la fe; esto es cortar la arteria de la gracia. Mucho más que en el ámbito político, debe aplicarse el sagrado principio al Reino de los cielos, que sólo a nuestro Rey Soberano y juez pertenece la prerrogativa, por Su decisión, de determinar absolutamente nuestro estado de justicia o de injusticia.
La soberanía que reposa sobre un rey terrenal es sólo prestada, derivada, e impuesta sobre él; pero la soberanía del Señor, nuestro Dios, es la fuente y manantial de toda autoridad y de toda fuerza vinculante.
Si pertenece a la esencia misma de la soberanía, que por la decisión del gobernante por sí solo se determina el estatus de sus súbditos, entonces debe estar claro, y no puede ser de otra manera, que esta misma autoridad pertenece originalmente, de forma absoluta, y de forma suprema a nuestro Dios. A quien juzga culpable, es culpable, y debe ser tratado como culpable; y a quien declara justo es justo, y debe ser tratado como justo.
Antes de entrar a Getsemaní, Jesús nuestro Rey declaró a Sus discípulos: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Jn. 15:3). Y esta es Su declaración aun ahora, y permanecerá así para siempre. Nuestro estado, nuestro lugar, nuestra suerte por la eternidad no depende de qué somos, ni de lo que otros ven en nosotros, ni de lo que nos imaginamos o presumimos ser, sino sólo de lo que Dios piensa de nosotros, cómo Él nos ve, lo que Él, el Todopoderoso y justo juez, nos declara ser.
Cuando nos declara justos, cuando piensa en nosotros como justos, cuando nos cuenta como justos, entonces somos, por este hecho, Sus hijos; y nuestra es la herencia de los justos, aunque nos encontremos en medio del pecado. Y de la misma manera, cuando Él nos pronuncia culpables en Adán, cuando en Adán nos cuenta como sujetos a la condena, entonces somos culpables, caídos, y condenados, aunque en nuestros corazones nosotros veamos sólo dulce e infantil inocencia.
Sólo de esta forma se debe entender e interpretar que el Señor Jesús haya sido contado con los transgresores, a pesar de ser santo; hecho pecado, a pesar de ser la Justicia viviente; y declarado maldición en nuestro lugar, a pesar de ser Emanuel. En los días de Su carne fue contado con los inicuos y pecadores, fue puesto en el estado de ellos, y fue tratado en consecuencia; como tal, el peso de la ira de Dios cayó sobre Él, y como tal Su Padre lo abandonó, y lo entregó a la más amarga muerte. Sólo en la resurrección fue restaurado al estatus de los justos, y así fue levantado para nuestra justificación.
¡Oh, cuán profundo es este tema! Cuando al Señor Dios se le atribuye nuevamente su prerrogativa soberana de determinar el estatus de un hombre, entonces cada misterio de la Escritura asume su justo lugar; pero cuando no, entonces todo el camino de salvación debe ser falso.
Finalmente, si uno dijera: “Un soberano terrenal puede estar errado, pero no Dios; por lo tanto, Dios debe asignar a todo hombre un estatus de acuerdo a su obra”; entonces respondemos: “Esto sería así, si la gracia omnipotente de Dios no fuera irresistible.” Pero como lo es, no estás estimado por Dios de acuerdo a lo que tu eres, sino a lo que Dios estima que eres.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper