Romanos 6:23: «La paga del pecado es muerte, pero el don de Dios es vida eterna mediante Jesucristo nuestro Señor.» El don de Dios es la vida eterna.
Pablo expone el tema en su totalidad mediante estas palabras: «Por gracia sois salvos por la fe, y eso no es de vosotros sino que es el don de Dios, no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8). Oigamos estas palabras con cuidado: «Por gracia sois salvos por la fe, y no por vosotros mismos; sino que es el don de Dios.»
En consecuencia, nuestro Credo declara: «Esta gracia de la regeneración no trata a los hombres como si fueran piedras u objetos carentes de sentido, ni les despoja de su voluntad y sus propiedades, ni les obliga en contra de su gusto, sino que les vivifica espiritualmente, les sana, les vuelve mejores y les doblega con amor y a la vez con fuerza, de tal manera que donde antes imperaba la rebeldía y la oposición de la carne, allí comienza a prevalecer una obediencia de espíritu voluntaria y sincera, en la que descansa el verdadero y espiritual restablecimiento y libertad de nuestra voluntad. Y a no ser que ese prodigioso Artífice de todo bien procediese en esta forma con nosotros, el hombre no tendría en absoluto esperanza alguna de poder levantarse de su caída por su libre voluntad, por la que él mismo, cuando estaba aún en pie, se precipitó en la perdición.»
¿Qué tendremos que decir, pues, de nuestra salvación? Diremos, con la Palabra de Dios, que «Dios es el autor y el consumador de nuestra fe». Diremos de la totalidad del asunto de nuestra salvación, que es el don de Dios, y a Dios sea toda la gloria.
Finalmente, la Fe Reformada declara una última «terrible verdad», una «verdad peligrosa». La Fe Reformada declara al creyente que Dios es fiel y que Él nunca abandonará a los suyos. La Fe Reformada se atreve a creer la Palabra de Dios cuando Él declara: «Bástate Mi gracia.» La Fe reformada se atreve a decir con Pablo: «Yo sé en quién he creído y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día» (II Timoteo 1:12). La Fe Reformada dice con Pablo: «Por lo cual estoy cierto de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38-39).
«Esta doctrina de la perseverancia de los verdaderos creyentes y santos, así como de la seguridad de esta perseverancia que Dios, para honor de Su Nombre y para consuelo de las almas piadosas, reveló superabundantemente en Su Palabra e imprime en los corazones de los creyentes, no es comprendida por la carne, es odiada por Satanás, escarnecida por el mundo, abusada por los inexpertos e hipócritas, y combatida por los herejes; pero la Esposa de Cristo siempre la amó con ternura y la defendió con firmeza cual un tesoro de valor inapreciable. Y que también lo haga en el futuro, será algo de lo que se preocupará Dios, contra quien no vale consejo alguno, ni violencia alguna puede nada. A este único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sea el honor y la gloria eternamente. Amén» (Título de la Doctrina, art. XV).
Esta es aquella «terrible Fe Reformada», la fe que se atreve a creer que «Dios es el autor y el consumador» de nuestra redención. Esta es la fe que evoca el odio y el veneno del mundo no regenerado y el de la iglesia arminiana. Esta es la fe que hace que los irresponsables se burlen de aquellos que se atreven a recibir la totalidad del consejo de Dios tal como es. Y esta es la fe que ha hecho que la Iglesia Reformada en América se convirtiera en una de las iglesias misioneras más grandes de todos los tiempos. Si estás al tanto de la historia de las misiones extranjeras, por supuesto que tienes que saberlo. Sabes que hay pocas iglesias y pocas denominaciones que hayan enviado tantos misioneros a los campos de misión del mundo en proporción al número de sus miembros.
Este es un hecho significativo del cual debemos recordarnos cuando oímos decir: «Si yo creyese esas cosas, si creyese en una elección incondicional, si creyese en una expiación limitada, si yo creyese en una gracia irresistible, perdería todo mi celo misionero.» A ese comentario irresponsable se le puede replicar dos cosas:
Primera, si sabiendo que la verdad de Dios puede ser la causa de que cualquier hombre pierda su celo, será mejor que lo pierda. Cualquier celo, cualquier fervor que haya nacido de la ignorancia de la Palabra de Dios, no tiene valor alguno.
En segundo lugar, es precisamente porque creemos en estas cosas, que la Iglesia Reformada es una iglesia grandemente misionera. Sabemos por la Palabra de Dios, que Dios tiene Su propio pueblo de «toda lengua, y tribu, linaje y nación». Sabemos que la predicación de la Palabra es el medio divinamente escogido mediante el cual Dios llama a las personas para llevarlas de las tinieblas a la luz. Sabemos que Dios no permitirá que Su Palabra vuelva a Él vacía. Sabemos que si somos fieles en la proclamación del evangelio, Dios reclamará a los suyos. Por lo tanto, vamos por todo el mundo, a toda lengua, y tribu, y nación, y pueblo, confiados en que se cumplirá lo que dijo el apóstol de que nuestra «labor no es en vano».
Por tanto, ahí la tienen, esa «terrible fe» que redunda en la gloria de Dios.
Vemos a Dios como el profeta Isaías le vio, en un trono alto y sublime y su presencia llenaba el Templo. Escuchamos las voces de los serafines y los querubines clamando: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria».
Vemos al hombre, tal como es visto en la Palabra de Dios: un hijo de la ira, con justicia bajo la condenación de Dios, sin esperanza, perdido sin remedio, muerto en sus transgresiones y pecados, para siempre perdido excepto por la misericordia y el amor de Dios.
Vemos a Cristo como es presentado en las Escrituras, sobre la cruz, muriendo una muerte victoriosa, haciendo el sacrificio perfecto por el pecado, una vez y para siempre, salvándonos por su muerte.
Confesamos que estamos eternamente en deuda con el Espíritu Santo, y que solamente el Espíritu Santo de Dios podía mostrarnos la infamia de nuestro pecado y redimirnos del mismo; que solamente el Espíritu Santo puede implantar una nueva vida dentro de nosotros, y que sólo el Espíritu Santo podía inspirar la fe de Dios dentro de nuestros corazones.
Confesamos que nuestra salvación es el don de Dios, el don gratuito e inmerecido. Confesamos que Dios no podía encontrar ninguna cosa buena en nosotros. Confesamos que nosotros no podemos ni podíamos haber ganado nuestra salvación; es el magnánimo regalo de un Dios de gracia.
Finalmente, confesamos que tenemos fe en las promesas de Dios; confesamos nuestra confianza en la fidelidad de Dios. Confesamos también que conocemos a Aquel en quien hemos creído y estamos persuadidos de que Él es poderoso para guardar lo que le hemos confiado para aquel Día. Mantenemos y nos hallamos firmes en las promesas de Dios. Como decimos en el tan conocido himno:
Todas las promesas del Señor Jesús
Son apoyo poderoso de mi fe;
Mientras viva aquí cercado de su luz
Siempre en sus promesas confiaré.
Tal vez al llegar aquí digas: «Pero estas terribles verdades no son al fin y al cabo tan terribles, ¡son verdades maravillosas y fortalecedoras! No son ni más ni menos que la Fe Cristiana histórica tal como ha sido conocida y creída por millones de creyentes a través de los siglos. Esta no es una fe nueva, no es una fe extraña, no es una fe creada por el hombre. Esta es la fe que fue dada “una vez por todas a los santos” como se declara en la Palabra de Dios». ¡Por supuesto que lo es! Esta es la fe de los apóstoles, la fe de la iglesia apostólica del siglo I, la fe que fue recobrada por la Reforma Protestante. Si éste es el testimonio de su corazón, únase con todos aquellos que a través de las edades han confesado: «Yo estoy persuadido de que Dios es el autor y consumador de nuestra redención, la cual Él determinó desde antes de la fundación del mundo y que Él la llevará hasta una conclusión triunfante en aquel último día; cuando el Cordero de Dios que fue inmolado verá el fruto de la agonía de su alma y será satisfecho; y de que “ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni potestades, ni principados, ni las cosas presentes ni las cosas por venir, ni los poderes ni las alturas, ni las profundidades, ni ninguna otra criatura será capaz de separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús nuestro Señor.»
A Dios dad gracias y honor
Y gloria en las Alturas,
Pues sabio y grande protector,
Bendice a sus criaturas,
Con fuerte y buena voluntad
Remedia la necesidad
Y alivia las tristuras.
Dios Padre, acepta mi loor
Por tu gracia y clemencia;
Brilla por siempre tu amor,
Brilla tu omnipotencia.
Tu voluntad se ha de cumplir;
Enséñanos a bendecir
Tu sabia providencia.
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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por Gordon Girod