Plata desechada (Jeremías 6 :30). Nada halló sino hojas (Marcos 11:1). No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y en verdad (1 Juan 3 :18). Tienes nombre de que vives, y estás muerto (Apocalipsis 3:1).
Pensemos en un hecho verdaderamente aterrador: no hay ninguna gracia en el carácter cristiano que, según las Escrituras, no pueda ser también falsificada. Cualquier aspecto de la fe del cristiano puede ser imitado. Seguidme con atención en los ejemplos que os daré:
Hay un arrepentimiento irreal que como tal es falso. Y de esto no tengamos duda. Saúl, Acab, Herodes e incluso Judas Iscariote, llegaron a experimentar dolor por el pecado. Pero en realidad ese reconocimiento no fue para salvación.
Hay una fe irreal, ficticia. Nos dice la Escritura que Simón el Mago «creyó», pero en realidad su corazón no era recto delante de Dios. También se nos dice que los diablos »creen y tiemblan». (Hechos 8:13; Santiago 2:19.)
Hay una santidad que no es real. Joás, el rey de Judá, a los ojos de sus súbditos y mientras vivió el sacerdote Joiada, se recubrió de un manto de gran santidad y bondad; pero tan pronto murió el sacerdote, la santidad del rey también murió.
La vida y carácter externo de Judas Iscariote debían de haber sido irreprochables por cuanto los demás discípulos no pudieron llegar a sospechar que iba a entregar al Maestro. Pero en realidad Judas era un ladrón y un traidor (Juan 12:6.)
Hay una caridad que no es real. Existe un amor que en realidad sólo consiste en palabras tiernas y en un gran simulacro de afecto. Quizá suene con aquellas palabras de «queridos hermanos», pero en realidad no hay amor en el corazón. No es, pues, en vano que San Juan dijera: «No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Juan 3 :18). Y no es tampoco sin justificación que Pablo exhortara: «El amor sea sin fingimiento» (Romanos 12:9).
Hay una humildad que no es real. A menudo bajo una bien fingida capa de modestia y sencillez se esconde un corazón terriblemente orgulloso. San Pablo nos pone en guardia de toda humildad fingida y nos habla de «cosas que tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario y en humildad». (Col. 2:18, 23.)
Hay una oración que no es real. Es esto lo que el Señor Jesús denuncia como uno de los pecados típicos de los fariseos: que por pretexto hacían largas oraciones (Mateo 23:11). No les acusa de descuidar la oración o de que fueran demasiado cortas, sino del pecado de que no eran reales.
Hay una adoración que no es real. Con respecto a los judíos el Señor Jesús dijo: «Este pueblo de labios me honra; mas su corazón lejos está de mí» (Mateo 15:8). Tanto en el templo como en las sinagogas. los servicios religiosos eran numerosos, pero el defecto fatal en ellos era la falsedad y el formalismo con que se celebraban.
Hay una conversación religiosa que no es real. El profeta Ezequiel nos menciona la profesión religiosa de algunos judíos que «hacían halagos con sus bocas», mas el corazón de los tales andaba en pos de la avaricia (Ezequiel 33 31). San Pablo nos dice que podemos «hablar lenguas humanas y angélicas», y con todo no ser más que metal que resuena y címbalo que retiñe (1 Corintios 13:1).
¿Y qué diremos a estas cosas? Lo mínimo que pueden obrar en nosotros es hacernos pensar. Sin embargo, yo creo que estas palabras nos han de llevar a una conclusión única: demuestran la importancia que las Escrituras atribuyen a una profesión de fe real, a la necesidad que tenemos de examinar nuestra profesión cristiana, no sea que descubramos que hasta la fecha ha sido nominal, externa, superficial e irreal.
Este tema ha sido de actualidad en cada época. Desde que la Iglesia fue fundada no ha habido ningún tiempo en el que no abundara una profesión cristiana nominal y falsa. En cualquier dirección donde vuelva mis ojos veo apremiante necesidad de advertir a las gentes y decirles: «Cuidado con una religión de metal barato. Sed genuinos en vuestra profesión cristiana; aseguráos de que es real y verdadera».
¡Cuán a menudo la religión de muchas personas no consiste en nada más que en una membresía de iglesia! En esa iglesia fueron bautizados, se casaron, oyen dos sermones cada domingo, participan de la Cena del Señor una vez al mes, pero eso es todo; las grandes doctrinas de la Biblia no tienen lugar en sus corazones, ni influencia en sus vidas. La religión de estas personas es de metal barato. No es el cristianismo de Pedro, de Santiago, de Juan o de Pablo. No es cristianismo, es eclesianismo.
La profesión cristiana evangélica de muchas personas a menudo también es ficticia. A menudo veréis personas que profesan gran afecto y celo por el «Evangelio puro», pero que en la vida práctica infringen terrible daño a este Evangelio. Estas personas tienen una nariz muy fina para oler cualquier herejía, y con gran ruido hablarán de una doctrina sana. Con apasionamiento correrán tras los predicadores populares y les aplaudirán con sumo agrado. Conocen bien la fraseología evangélica, y con soltura pueden discutir las doctrinas de la fe cristiana. Y en los cultos y reuniones de la iglesia, ¡qué santidad parecen revelar sus rostros! Con todo, esas gentes en privado hacen cosas que incluso los paganos se avergonzarían de hacerlas. No van con la verdad ni obran con nobleza; no son justos ni honestos; el carácter de estas personas es incontrolable; no son amables, ni humildes, ni misericordiosos. El cristianismo de los tales no es real, sino que constituye una miserable impostura, un bajo engaño, una ruin caricatura.
Gran parte de los que abogan por un avivamiento profesan una fe que no es genuina, una religión irreal. Muchos pretenden haber tenido una inmediata convicción de pecado, y haber encontrado la paz de Jesús; hacen profesión de un gozo indescriptible y alardes de éxtasis espirituales, pero en realidad la gracia del Evangelio no les ha llegado. Al igual que la semilla que cayó sobre pedregales, la fe de estas personas sólo dura por un tiempo. «En el tiempo de la tentación se apartan» (Lucas 8:13). Tan pronto como pasa la excitación de las primeras reuniones, vuelven a los antiguos caminos y caen de nuevo en los viejos pecados. Su religión es como la calabaza de Jonás: creció en una noche, y se secó también en una noche. La fe de las tales carece de raíces y de vitalidad; con su proceder hacen daño a la causa de Dios y dan pie para que los enemigos de Dios hablen mal del Evangelio. El cristianismo de estas personas no es real; es metal desechado de la mina de Satanás y, por consiguiente, no tiene valor delante de Dios.
Estas cosas las escribo con dolor, porque no es mi deseo desacreditar ningún sector de la Iglesia de Cristo. No quiero poner ningún borrón en algún movimiento que se inicia con el Espíritu de Dios. Pero sí deseo levantar la voz de alarma y hablar con claridad sobre algunos puntos del cristianismo contemporáneo. Y uno de los puntos sobre el cual estoy persuadido en que debemos llamar la atención, es el que hace referencia a la falta de veracidad en el cristianismo de nuestro tiempo. La importancia de este tema no puede ser negada por ninguno de mis lectores.
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle