Las pruebas notariales o matemáticas no pueden ni deben suministrarse, porque el carácter y naturaleza de los contenidos de la Escritura son inconsistentes con tal demostración o la repelen.
Ningún hombre puede exigir pruebas legales para el hecho de que un hombre a quien ama y honra como padre sea, en efecto, su padre; Dios ha hecho tal prueba imposible por la naturaleza misma del caso. La delicadeza que ennoblece toda vida familiar coarta la sola aparición de tal investigación; y, si fuera posible, el hijo, provisto de tal prueba, habría perdido ipso facto a su padre o madre; dejarían de ser sus padres; y debajo del montón de evidencia, su vida de hijo quedaría sepultada.
El mismo principio se aplica a la Sagrada Escritura. La naturaleza y el carácter de la revelación ha sido ordenada de tal forma que no permite demostración notarial. La revelación a los apóstoles fue una operación de energías sagradas; cuya intención no era obligar a los que dudan a una mera fe exterior, sino simplemente lograr aquello para lo cual Dios la había enviado, sin preocuparse mucho de la contradicción de los escépticos. Tiene que ver una obra de Dios que resulta insondable para la investigación legal o matemática; que se manifiesta en el dominio espiritual donde la certeza no se obtiene por demostraciones externas, sino por la fe personal del uno en el otro.
Tal como la fe en el padre y la madre no surge de demostraciones matemáticas, sino del contacto del amor, el compañerismo de la vida, y la confianza personal mutua, también ocurre aquí. Una vida de amor se desplegó. Las misericordias de Dios cayeron sobre nosotros en tierna compasión. Y todo hombre tocado por esta vida divina fue afectado por su influencia, tomado por ella, vivió en ella, se sintió en compañerismo compasivo con ella; y, de forma imperceptible y no comprendida, obtuvo una certeza, mucho más allá que cualquier otra, que estaba en presencia de hechos, y que fueron revelados divinamente.
Y tal es el origen de la fe; no apoyada por pruebas científicas, porque entonces no sería fe; que ha dominado al lector de la Sagrada Escritura de una forma totalmente diferente. La existencia de la Escritura se debe a un acto de las insondables misericordias de Dios; y por esta razón la aceptación por parte del hombre debe, igualmente, ser un acto de absoluta autonegación y gratitud. Es únicamente el corazón roto y compungido, lleno de gratitud hacia Dios por Su excelente misericordia, que puede lanzarse a la Escritura como a su elemento de vida, y sentir que aquí se encuentra la verdadera certeza, expulsando toda duda.
Por lo tanto, debemos distinguir una operación de tres partes del Espíritu Santo en relación a la fe en la Escritura del Nuevo Testamento:
Primero, una obra divina que entrega una revelación a los apóstoles.
Segundo, una obra llamada inspiración.
Tercero, una obra, activa hoy día, que crea la fe en la Escritura para el corazón que en un principio se niega a creer.
- Primero viene la revelación propiamente como tal.
Por ejemplo, cuando San Pablo escribió su exposición sobre la resurrección (1 Cor. 15.), no desarrolló esa verdad por primera vez. Probablemente la había tomado anteriormente, y en sus sermones y correspondencia privada ya había expuesto el tema. Por lo tanto, la revelación antecede a la epístola. Pertenece a las cosas sobre las cuales Jesús había dicho: “Cuando el Espíritu Santo haya venido, Él os guiará a toda la verdad, y os mostrará las cosas que vendrán.” (Jn. 16:13) Y recibió esa revelación de tal manera que tuvo la positiva convicción que de esa forma se la había revelado el Espíritu Santo, y que así la vería en el día del juicio.
- Pero la epístola no estaba aún escrita. Esto requería un segundo acto del Espíritu Santo: la inspiración.
Sin esto, el conocimiento de que San Pablo había recibido una revelación sería inútil. ¿Qué garantía tendríamos de que él la había entendido correctamente y la había registrado fielmente? Podría haber cometido un error en la comunicación, añadiéndole o restándole, haciendo, de esta forma, un informe no fidedigno. De ahí que la inspiración era indispensable; porque por ella el apóstol fue alejado del error mientras registraba la revelación previamente recibida.
- Finalmente, el vínculo espiritual debe ser creado conectando el alma y la conciencia con las realidades espirituales de la infalible Palabra de Dios: la convicción positiva de las cosas espirituales.
El Espíritu Santo logra esto por la implantación de la fe, con las diversas actividades que ordinariamente preceden el surgimiento del acto de creer. El resultado es la convicción interior. Esto no se forja por referirnos a Josefo o a Tácito, sino de una forma espiritual. El contenido de la Escritura es traído al alma. El conflicto entre la Palabra y el alma se siente. La convicción así forjada nos motiva a ver, no que la Escritura debe dar espacio para nosotros, sino que nosotros debemos dejar espacio para la Escritura.
En el tema sobre la regeneración nos referiremos a este punto más extensamente. Por el momento estaremos satisfechos si hemos tenido éxito en mostrar que la existencia de la Escritura del Nuevo Testamento y nuestra fe en ella no son la obra del hombre, sino una obra donde únicamente el Espíritu Santo debe ser honrado.
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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper