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Efe. 6:14  Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia

La segunda manera en la que la verdad se ve asaltada es con la violencia. Satanás remienda la piel de zorro de los seductores con la piel de león de los perseguidores. Las tragedias más sangrientas del mundo han ocurrido en la Iglesia, y las masacres más despiadadas se han cometido contra las ovejas indefensas de Cristo. El primer asesinado fue un creyente, y murió por sus creencias. Lutero dijo que Caín seguirá matando a Abel hasta el final de los tiempos. Los fuegos de la persecución no se apagarán del todo mientras quede una chispa de odio en los corazones malvados de la tierra, y un diablo en el Infierno que avive la llama.

Muchos que nunca se hubieran separado de la verdad por argumentos o errores, lo han hecho a causa de la persecución. Entonces, la segunda manera necesaria para el creyente de ceñirse los lomos con la verdad, es mediante una profesión de fe valiente. La verdad sin coraje hace de un hombre un pez espada: tiene la espada en la cabeza, pero no un corazón para utilizarla. Sin embargo, aquel que está dotado de un valor santo y celestial para desenvainar la espada del Espíritu y abrazar la verdad, lo manifiesta profesándola libremente, ante la muerte es invencible. En esto consiste “ceñirnos con la verdad”.

  1. Mantén una profesión firme de la verdad

El apóstol recalcó esta enseñanza para todo creyente al decir: “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza” (Heb. 10:23). Pablo hablaba contra aquellos que dejaban de reunirse con los cristianos por temor a la persecución, ya que creía que el hombre que se tambalea espiritualmente está a la puerta de la apostasía. Por tanto, no debemos desplegar las velas de la profesión de fe cuando hay calma, para plegarlas en cuanto se levante un poco de viento.

Pérgamo fue alabada por su valiente profesión de fe: Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás; pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe, ni aun en los días en que Antipas mi testigo fiel fue muerto entre  vosotros (Ap. 2:13).

En aquel tiempo, el engañador se sentaba en la silla del juez y los cristianos a menudo eran condenados a muerte. La sangre derramada ante sus ojos no les hizo negar, sin embargo, la verdad de la sangre de Cristo que había sido dada por ellos.

Pablo encargó rigurosamente a Timoteo una profesión firme de la verdad: “Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre (1 Tim. 6:11).

 Mientras los que te rodean se dirigen al mundo, corre tú tras las riquezas espirituales más rápido que ellos. ¿Y si esto de buscar la justicia no se puede hacer apaciblemente? ¿Cerramos el taller, guardamos la profesión en la estantería y postergamos la santidad hasta que vuelvan los buenos tiempos? La solución de Pablo es: “Pelea la buena batalla de la fe” (v. 12). No abandones la profesión de verdad, sino juégate la vida por mantenerla.

Te mando delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que dio testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato, que guardes el mandamiento (vv. 13,14).

El apóstol te avisa: si quieres ver el rostro de Cristo con consuelo en la resurrección, a Aquel que escogió perder la vida antes que negar la verdad, no abandones tu profesión, sino mantente firme.

En las Confesiones de Agustín, se relata la historia de Victorino, un romano famoso por su retórica. Hacia el final de su vida recibió a Cristo, y fue a ver a Simpliciano, susurrando:

“Soy cristiano” . Pero aquel creyente contestó sabiamente: “No lo creeré ni te consideraré como tal, hasta verte entre los creyentes en la iglesia”. Victorino se rió, y señalando a las paredes, preguntó: “¿Estos muros hacen a un cristiano? ¿Hay que profesarlo abiertamente?”. Tenía miedo por ser un converso reciente, aunque anciano. Pero pasó el tiempo, y después de confirmarse más en la fe, consideró seriamente que si seguía avergonzándose de Cristo, éste se avergonzaría de él al volver en la gloria del Padre. De nuevo fue a ver a Simpliciano, y le dijo que estaba dispuesto a ir a la iglesia. Allí decidió profesar abiertamente su fe, diciendo que, puesto que llevaba años profesando la retórica, ¿por qué debía temer profesar la Palabra de Dios?

Dios requiere que el cristianismo sea tanto del corazón como de la boca: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Rom. 10:10). Mientras que la confesión oral sin fe de corazón es una gran hipocresía, imaginarse la fe sin una profesión abierta supone tanto hipocresía como cobardía.

2. Dios ha confiado su verdad a sus hijos

La verdad es el gran tesoro que Dios entrega a sus hijos con la seria instrucción de guardarla contra todo lo que intente minarla. Algunas cosas se las confiamos a Dios y otras Él nos las confía a nosotros. Lo más importante que ponemos en manos de Dios para que lo guarde es nuestra alma: “[Él] es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Tim. 1:12). Dios confía en nosotros para guardar su verdad: “Que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud. 3). Y Pablo exhorta a Timoteo: “Retén la forma de las sanas palabras […]. Guarda el buen depósito” (2 Tim. 1:13-14).

Si el hombre a quien se encomiendan la corona y las joyas reales debe proteger estos bienes terrenales contra el robo y la pérdida, ¡cuánto más solemne será la responsabilidad del cristiano de defender el tesoro divino! La Palabra de verdad es el testimonio de sí mismo que Dios da a los cristianos, sus testigos escogidos llamados a vivir esta verdad con una profesión libre y santa ante todos.

3. Mantén tu profesión de la verdad frente a la muerte y el peligro

Hoy tenemos la verdad a bajo precio; pero no sabemos cuándo puede subir el coste. La verdad no siempre está disponible al mismo precio. Hemos de adquirirla, cueste lo que cueste, y no venderla a cambio de ningún dinero.

Siempre ha habido y habrá, hasta el fin del mundo, un espíritu de persecución en los corazones malvados. Así como Satanás investigó a Job antes de echarle mano, la persecución obra ahora en los espíritus de los impíos. Los ingenios de la muerte continuamente inventan pensamientos diabólicos contra los creyentes profesantes de la verdad. Ya saben exactamente qué hacer si consiguen el poder y la oportunidad para llevar a cabo sus siniestros deseos.

Satanás acude primero con un espíritu de error y luego de persecución; envenena la mente humana con el error y después llena los corazones de ira contra los creyentes. Resulta imposible que el error traiga paz alguna: es un niñato del Infierno que tiene que favorecer a su padre. Lo que viene de abajo no puede ser ni puro ni pacífico. Dios ha permitido que este espíritu venenoso de error exista, pero nos ha dado el cinturón de la verdad para protegernos.

No todo aquel que aplaude la verdad la seguirá hasta la cárcel. No todo aquel que la predica estará dispuesto a sufrir por ella. Los argumentos son inofensivos: armas romas que no sacan sangre. Pero cuando sufrimos se nos llama a luchar contra los enemigos de la verdad. Esto exige algo más que una lengua precisa y un cerebro lógico. ¿Dónde estarán entonces los disputadores? Serán como soldados cobardes que, durante el adiestramiento, sin el enemigo delante, parecían tan valientes como héroes condecorados. Entonces, estar de parte de la verdad solo significaba recibir un galardón y una satisfacción, pero no peligro y muerte. Pero Dios ha escogido a los necios para confundir a los sabios en este servicio: al cristiano humilde —por su fe, paciencia y amor a la verdad— para avergonzar a hombres preeminentes y privados de la gracia.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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