Moisés (Gn.49:5-9) nos cuenta que trescientos años antes, Jacob, inspirado por el Espíritu Santo, había bendecido a sus descendientes. ¿Es que pretende ennoblecer su linaje? Antes bien, en la persona de Leví lo degrada con infamia perpetua. Ciertamente Moisés podía muy bien haber callado esta afrenta, no solamente para perdonar a su padre, sino también para no provocarse una afrenta a sí mismo y a su familia con la misma ignominia. ¿Como podrá resultar sospechoso que el que divulgó que el primer autor y raíz de la familia de la que descendía había sido declarado detestable por el Espíritu Santo? No se preocupa para nada de su provecho particular, ni hace caso del odio de los de su tribu, que sin duda no lo recibían de buen grado. Así mismo cuenta la impía murmuración con que su propio hermano Aarón y su hermana María se mostraron rebeldes contra Dios. (Nm. 12: l). ¿Diremos que lo hizo por pasión carnal, o más bien por mandato del Espíritu Santo? Además, ¿por qué teniendo él la suma autoridad no deja, por lo menos a sus hijos, la dignidad de sumos sacerdotes, sino que los coloca en último lugar? He alegado estos pocos ejemplos aunque hay muchos; y en la misma Ley se nos ofrecerán a cada paso muchos argumentos para convencernos y mostrarnos sin contradicción posible que Moisés fue como un ángel venido del cielo.
Los Milagros
Además de esto, tantos y tan admirables milagros como cuenta son otras tantas confirmaciones de la Ley que dio y de la doctrina que enseñó. Porque el ser él arrebatado en una nube estando en el monte (Ex. 24,18); el esperar allí cuarenta días sin conversar con hombres; el resplandecerle el rostro como si fueran rayos de sol cuando publicó la Ley (Ex. 34:29); los relámpagos que por todas partes brillaban; los truenos y el estruendo que se oía por toda la atmósfera; la trompeta que sonaba sin que el hombre la tocase; el estar la entrada del tabernáculo cubierta con la nube, para que el pueblo no la viese; el ser la autoridad de Moisés tan extrañamente defendida con tan horrible castigo como el que vino sobre Coré, Datán, Abraim (Nm. 16:24) y todos sus cómplices y allegados; que de la roca, al momento de ser herida con la vara, brotara un río de agua; el hacer Dios, a propuesta de Moisés, que lloviera maná del cielo…
¿cómo Dios con todo esto no nos lo proponía como un profeta indubitable enviado del cielo? Si alguno objeta que propongo como ciertas, cosas de las que se podría dudar, fácil es la solución de esta objeción. Porque habiendo Moisés proclamado todas estas cosas en pública asamblea, pregunto yo: ¿qué motivo podía tener para fingir delante de aquellos mismos que habían sido testigos oculares de todo lo que había pasado? Muy a propósito se presentó al pueblo para acusarle de infiel, de contumaz, de ingrato y de otros pecados, mientras que se vanagloriaba ante ellos de que su doctrina habla sido confirmada con milagros como nunca los habían visto.
Realmente hay que notar bien esto: cuantas veces usa los milagros está tan lejos de procurarse el favor, que más bien, no sin tristeza acumula los pecados del pueblo; lo cual pudiera provocarles a la menor ocasión a argüirle que no decía la verdad. Por donde se ve que ellos nunca estaban dispuestos a asentir, si no fuera porque estaban de sobra convencidos por propia experiencia. Por lo demás, como la cosa era tan evidente que los mismos escritores paganos antiguos no pudieron negar que Moisés hubiera hecho milagros, el Diablo, que es padre de la mentira, les inspiró una calumnia diciendo que los hacía por arte de magia (Éx. 7:11). Mas ¿qué prueba tenían para acusarle de encantador, viendo que había aborrecido de tal manera esta superstición, ‘que mandó que cualquiera que, aunque solo fuese que pidiera consejo a los magos y adivinos, fuese apedreado? (Lv. 20:6). Y ciertamente ningún farsante o encantador realiza sus ilusiones sin procurarse beneficio, a fin de ganar fama, dejar atónito el espíritu de la gente sencilla. Pero ¿qué hizo Moisés? Protestando públicamente (Éx. 16:7) que él y su hermano Aarón no eran nada, sino que solamente ponían por obra lo que Dios les había mandado, se limpia de toda sospecha y mala opinión. Si, pues, se consideran las cosas como son, ¿qué encantamiento hubiera podido hacer que el maná que cada día caía del cielo bastase para mantener al pueblo, y que si alguno guardaba más de la medida, aprendiese por su misma putrefacción que Dios castigaba su incredulidad? Y aún hay más, pues Dios permitió que su siervo fuese probado con tan grandes y vivas pruebas, que los detractores no logran ahora nada hablando mal de él. Porque, cuantas veces se levantaron corra él, unas veces todo el pueblo soberbia y descaradamente, otras las conspiraciones de particulares, ¿cómo hubiera podido escapar a su furor con simples ilusiones? En resumen, el suceso mismo nos muestra claramente que por estos medios su doctrina quedó confirmada para siempre.
—
Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino