Consideremos el concepto calvinista del comercio en particular. Los comerciantes, durante la Edad Media, eran considerados una clase estéril, mientras que la agricultura era exaltada hasta los cielos. Calvino no estima en demasía una a expensas de la otra (Cf. Com. sobre Oseas 12:8; Gén. 47:19-23; Juan 2:16b; Isa. 23:2).
El comercio, dice Calvino, no condujo a la caída de Tiro, sino que fue el deleite excesivo en las cosas mundanas. Babilonia no fue condenada por la prosperidad y el lujo producidos por el comercio, sino por la arrogancia y el orgullo (Com. sobre Isa. 47). Indudablemente que las ideas de Calvino con respecto a los intereses se reflejaron en su evaluación del comerciante, pero fue especialmente su fuerte sentido de que toda vocación laboral es honorable ante Dios.
Desde que la Iglesia hubo glorificado el martirio y puesto su mirada en los cielos, el trabajo había sido depreciado como teniendo una naturaleza inferior y mundana. Como hemos visto, Agustín advirtió contra los males de la holgazanería y prescribió el trabajo para los monjes, pero solo como un mal necesario, puesto que el trabajo era castigo. Calvino, por otro lado, miró el monasticismo como un mal que llevaba al orgullo, la envidia y la disensión. Estaba produciendo pereza, libertinaje y un insano dualismo entre la santidad, adquirida en la lucha contra el mundo, y las condiciones del laicado como encasilladas en la mundanalidad y la concupiscencia. El sacramento de las órdenes glorificaba este dualismo, con algunos que escogían el alto camino de la renuncia de la carne y del mundo, mientras otros se mantenían caminando con paso pesado por el camino inferior del matrimonio y la ocupación terrenal.
Se desarrolló una moralidad dual, una para los monjes, la otra para los pecadores ordinarios, los laicos. A esto Calvino fue la excepción indignante y vehemente (Inst. IV, 13). Mientras que Tomás de Kempis había glorificado este dualismo en su libro Imitación de Cristo, Calvino apareció y lo demolió. Tomás tenía algunas ideas muy mórbidas acerca de la cultura, despreciando la filosofía, el aprendizaje y el arte. Para él todos los placeres sensuales y mentales eran peligrosos porque ponían en peligro el gozo espiritual. Su santidad personal llega a expresarse al retirarse con un libro en un rincón solitario.
Calvino rechazaba todos los votos monásticos, puesto que están basados sobre la noción de que hay una regla de vida más perfecta que aquella que Dios le ha dado a la Iglesia como un todo (Op. cit., IV, 10). La jerarquía Romana, decía él, hace una separación antinatural entre lo celestial y lo terrenal, pero Dios requiere la perfección de todos sus hijos, y más allá de eso no podemos erigir reglas (Cf. Com. sobre Fil. 3:15; I Juan 3:12).
Por lo tanto la perfección cristiana ha de buscarse dentro de la vocación cristiana y no fuera de ella. Calvino no rechaza del todo el ayuno, pero señala que éste degenera fácilmente en la superstición. Esto ocurre cuando lo hacemos una obra necesaria para la salvación.
Calvino también lanza invectivas contra la prohibición papal en contra del matrimonio de los sacerdotes (Inst. I V, 12, 23-28) que resulta en un celibato contaminado en el que la fornicación se propaga con impunidad. Dios ha dejado a los hombres libres, y no podemos violar su libertad (Com. sobre I Tim. 3:2; y Tito 1:6). Además, es una señal de apostasía y una prueba de que los impostores han tomado el control de la Iglesia, puesto que Cristo compara lo santo del matrimonio a la unión de sí mismo con la Iglesia (Com. II Tim. 4:3). A pesar de estos ataques sobre el monasticismo, muchos de los críticos de Calvino le han acusado de ser un ascético. Se dice de él que ha negado el uso de las cosas de este mundo más allá de la necesidad de comer y beber. Si alguien que todavía viva cree en tal leyenda, que lea el Comentario de Calvino de Amós 6, los sermones de Calvino, y especialmente, la exposición sobre el uso apropiado de esta vida presente ( Inst. III, 6-10).
Posteriormente Calvino discute el deber y la belleza, la vocación laboral y el ocio (da espacio para recreaciones tales como el golf y el deporte en general), las armas o el equipo del peregrino y la armadura del soldado. Aquí Calvino provee una defensa de la cultura en su sentido más amplio, extendiéndose desde la agricultura y el comercio a las cosas relacionadas con la belleza y los lujos de la vida. Calvino expone una vigorosa defensa del lujo y enuncia ciertos principios básicos, los cuales pueden todavía servirnos de guía hoy. Calvino rechazó la cruel e inhumana filosofía de los estoicos, que despreciaba los placeres sensuales y mentales cotidianos de la vida. Para él el pecado no residía en la materia, sino que tiene su asiento en el corazón. El mal no está en el mundo del color, del sonido, de la comida, la bebida y el vestido, sino que está en el abuso de las bendiciones de Dios, en el exceso, el desenfreno, la borrachera, la juerga y el libertinaje. La santidad no se alcanza por evitar ciertas funciones físicas y por rechazar los buenos dones de Dios, sino por aceptarlos a través de la fe y usarlos para su gloria y la edificación de la Iglesia (Cf. Sermones sobre Deut. 11:15; 12:15; 22:5; también cf. Com. sobre I Sam. 25:26-43; Amós 6:4; Santiago 5:5; Isa. 3:16; y mucho más sobre el mismo tema en la Inst. III, 19, 9, 10; III, 10). Sobre el uso de la vestimenta, Calvino nos recuerda que debemos tener en mente el propósito por el cual nos fue dada y nos advierte contra la extravagancia y los cambios excesivos en el estilo, el pavonearse y el hacer ostentación. Aquí también el sentido común y la moderación son la clave para el uso correcto de los dones de Dios, los cuales no debemos dejar sin usar, para no ser hallados culpables de ingratitud.
Para hacer justicia a sus críticos, se debería añadir que le conceden al calvinismo una influencia social más alta que al luteranismo. Troeltsch caracteriza al ascetismo calvinista como “activo, agresivo; éste transformaría al mundo para la honra de Dios. Para alcanzar este fin, racionaliza y disciplina la vida total por medio de sus teorías éticas y sus disciplinas eclesiásticas. Este ve en el mero sentimiento solo inercia y falta de seriedad; está lleno de un sentimiento fundamental: ¡ trabaja para Dios, por el honor de la Iglesia! De esta manera la ética calvinista produce una viva actividad, una severa disciplina, un plan completo, un objetivo social cristiano”. Se concede que este ascetismo es del tipo del mundo interior, ajustado para operar dentro de la sociedad. Pero esto es jugar con las palabras y con los significados históricos, y uno podría conceder cualquier cosa a lo opuesto por medio de este método. Pues este ascetismo calvinista, según sus autores, no hace que uno huya de este mundo, sino que participe en él con entusiasmo y con deseos de adquirir sus bienes con celo para la gloria de Dios.
Uno podría bien preguntarse si el sustantivo no es de esta manera consumido por el adjetivo. Hablar de ascetismo calvinista es ridículo. Y Calvino hubiera dicho, “Prescindamos, pues, de aquella inhumana filosofía que no concede al hombre más uso de las criaturas de Dios que es estrictamente necesario, y nos priva sin razón del lícito fruto de la liberalidad divina, y que solamente puede tener aplicación despojando al hombre de sus sentidos y reduciéndolo a un pedazo de madera” (Inst. III, 10, 3).
Finalmente, es apropiada una palabra con respecto a la actitud de Calvino concerniente al comunismo. Naturalmente que no podemos leer ni introducir en este término toda la concepción desarrollada por parte de los teóricos socialistas y comunistas del Siglo XIX. En los días de Calvino encontramos una comunidad de bienes apoyada por algunos Anabaptistas y por los Libertos. Los primeros negaban la gracia común y la autoridad final de la Palabra de Dios. Los Libertos eran una secta panteísta, que sin embargo no ha de identificarse con los enemigos políticos de Calvino en Ginebra. Vivían una vida completamente licenciosa, repudiando la Palabra y viviendo según la inclinación del viejo Adán, lo que fue convertido en un llamado divino. Bajo el nombre de “matrimonio espiritual” introdujeron una contaminación total y una comunidad de bienes acompañaba a esta degeneración de las normas morales.
Calvino no se ocupó de la cuestión de la comunidad de bienes en su tratado contra los Anabaptistas, puesto que no todos ellos se suscribieron a ella; pero en 1545 escribió un tratado contra los Libertos en la que refutó Bíblicamente esta práctica. Comienza por señalar la relación de este error con la “pasión brutal” de compartir esposas y denuncia la búsqueda de riquezas en la que a los hombres no les importan sus congéneres. Inmediatamente presenta la enseñanza bíblica positiva con respecto a los bienes terrenales bajo tres aspectos:
Primero, no podemos lanzarnos a la búsqueda de riquezas con una pasión demasiado grande sino que debemos estar satisfechos con poco, siempre listos para renunciar a lo que tenemos.
Segundo, debemos trabajar honestamente para ganar nuestro pan necesario y dejar de lado todas las prácticas malvadas.
Finalmente, aquel que tenga poco no debe descuidar tener un espíritu agradecido a Dios y comer su pan con contentamiento; y el que tiene mucho no debe entregarse a la excesiva indulgencia.
Después, Calvino interpreta los textos de la Biblia a los cuales apelaban los comunistas de su día. En el caso del joven príncipe rico (Mat. 19:21), no podemos concluir a partir de un caso particular un principio universal. Puesto que el joven había hecho alarde de haber guardado todos los mandamientos, el Señor expone su hipocresía por esta prueba a su amor. Esto simplemente nos enseña que siempre debemos estar listos a dejarlo todo por Cristo. Especialmente en el caso de los discípulos, quienes tenían todas las cosas en común (Hch. 4:32), Calvino muestra que esto no es una recomendación al comunismo. El sentido del texto no es que todos los creyentes en Jerusalén se deshicieron de sus bienes, lo que no era cierto, sino simplemente que en el amor fraternal que les animaba no toleraban que ninguno pasara necesidad.
Esta condena general de las tendencias comunistas de su día no está aislada y restringida al tratado en discusión, sino que uno puede encontrar las mismas opiniones expresadas en los comentarios que tratan con estos pasajes de la Escritura (Mat. 9:20; Hch. 4:23). En un sermón (Lucas 3:11) Calvino sostiene que Juan el Bautista no condenó la propiedad privada sino que exhortó a los hombres a dar de su abundancia a aquellos que están pasando necesidad, puesto que Dios es el Dueño Absoluto, y nosotros no somos sino mayordomos de nuestras posesiones.
Calvino mismo daba un digno ejemplo al gastar todo su salario, más allá de su propia necesidad, para los pobres y para la provisión hospitalaria de los forasteros. Rehusó aceptar un incremento en el salario cuando le fue ofrecido por el concilio y protestó acerca de los bajos salarios de sus compañeros predicadores, algunos de los cuales tenían hijos pequeños.
Para concluir estos comentarios acerca de la influencia cultural de Calvino en el campo de la economía, debiese observarse que Calvino estaba profundamente interesado en la justicia social. Se ha sugerido que él introdujo el socialismo en Ginebra, puesto que “prestó el talento de su mente y formación legal para una codificación de las leyes de la ciudad, y para el mejor ajuste de sus impuestos… La salud de la ciudad era la mejor por su ayuda en la construcción de alcantarillas y hospitales. Se interesó en los métodos de calefacción y de protección contra los incendios; gracias a él fue reavivada la industria textil”. Doumergue añade, “al rehabilitar el trabajo artesanal y al prescribir la educación para todos, Calvino borra, en gran medida, las distinciones de clase en la sociedad”. Sin embargo, aunque podemos reconocer que Calvino no se oponía a la legislación social, sería un abuso hablar de los esfuerzos que hizo para estimular la empresa y la iniciativa privada tildándolos de socialismo.
Calvino no era un colectivista en ningún sentido de la palabra.
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Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)